Aunque muchos siguen ubicando a los políticos y a quienes se interesan por sus actividades en una línea que va desde la izquierda extrema hasta la derecha ídem, pasando por alto anomalías como las representadas por el nacionalsocialista Adolf Hitler y la alianza actual entre grupos que se afirman izquierdistas y los reaccionarios rabiosos del islamismo militante, a partir del desplome del comunismo la línea divisoria principal es otra. Tanto en Estados Unidos, donde las ideologías nunca han sido muy nítidas, como en Europa, pasa por la brecha que se ha abierto entre la mayoría que propende a aferrarse a valores tradicionales y los progresistas que se felicitan por haber roto con tales reliquias de épocas menos esclarecidas.
Para perplejidad de progresistas que están acostumbrados a creerse solidarios con "el pueblo", las personas de carne y hueso que presuntamente lo conforman han comenzado a rebelarse contra su tutela bien intencionada. A pesar de los esfuerzos de las elites políticas, intelectuales y mediáticas dominantes, les molesta lo que para ellos parece ser una ofensiva constante contra sus creencias, sus intereses materiales, su estilo de vida y su apego obstinado a la identidad de su país o región particular.
En Francia y Holanda, quienes piensan así votaron en contra de un proyecto constitucional europeo y, en Irlanda, contra una versión del mismo disfrazada de tratado, respaldados por casi toda la clase política local y por lo medios de difusión por suponer que lo que tenían en mente los autores era someterlos a una suerte de dictablanda paneuropea dirigida por burócratas cosmopolitas de ideas que les son ajenas. De celebrarse referendos en los demás países de la Unión Europea los resultados serían similares, razón por la que los políticos prefieren dejar todo en manos de los Parlamentos respectivos.
Es en Estados Unidos donde la batalla entre las elites progresistas y quienes se niegan a tolerar su liderazgo benévolo se libra de manera más evidente. Al elegir a la gobernadora de Alaska, Sarah Palin, como su compañera de fórmula, el candidato republicano John McCain aseguró que una vez más la campaña electoral sería una contienda entre progresistas sofisticados -en esta ocasión representados por el demócrata Barack Obama- y la gente común, que suele ser mucho más conservadora, creer en Dios, tener dudas en cuanto a la moralidad del aborto, apoyar a las fuerzas armadas y no se avergüenza de hacer gala de su patriotismo. Con habilidad, Palin ya se ha posicionado como una defensora combativa del norteamericano del montón, que se siente desdeñado por progresistas como Obama, e incluso se animó a decir que su propia experiencia ejecutiva -dos años como gobernadora de Alaska y seis como intendenta del pequeño pueblo de Wasilla- es mucho más extensa que la del aspirante presidencial demócrata, dando a entender que tratar de resolver los problemas prácticos locales es decididamente más valioso que graduarse de Harvard.
Desde que McCain dejó boquiabiertos a todos al anunciar que su acompañante sería una cazadora de alces virtualmente desconocida fuera de su propio estado, los comentaristas norteamericanos están divididos entre los que creen que se trata de una maniobra genial que le permitirá arrasar en noviembre y los persuadidos de que cometió un error garrafal que le costará cualquier posibilidad de triunfar. Durante algunos días, todo hizo pensar que McCain sí se había equivocado: Palin tuvo que informar que su hija no casada de 17 años estaba embarazada y los investigadores periodísticos encontraron que muchas de sus opiniones eran ultraconservadoras -según los criterios de las elites urbanas- y que en su gestión como gobernadora de Alaska había actuado de manera a su juicio autoritaria.
Pero después del discurso -a su modo tan impresionante como los de Obama- que pronunció Palin hace un par de días ante los delegados a la convención republicana, el clima se ha transformado. Siempre y cuando no se produzcan nuevas revelaciones que resulten lo bastante contundentes como para hundirla, Palin parece estar en condiciones de movilizar a los muchos millones de norteamericanos que, decepcionados por la segunda gestión de George W. Bush, se proponían votar por Obama por creer que por lo menos representaba algo distinto. Si la candidata logra hacerlo, y con tal que su salud no lo traicione, McCain será con toda probabilidad el próximo presidente de Estados Unidos.
La selección del compañero de fórmula por quien espera ganar una elección presidencial es importante no sólo porque el elegido podría ponerse a un latido del corazón de la presidencia misma sino también por lo que dice sobre el carácter de un candidato a gobernar un país. Mientras que Obama optó por Joe Biden, un político veterano y aburrido que se ha especializado en asuntos internacionales -de este modo confesando su propia debilidad en dicho ámbito-, en lugar de Hillary Clinton, acaso por miedo a tener que convivir con una personalidad más fuerte que la suya, McCain se sintió tan confiado en su propia capacidad que se dio el lujo de elegir a alguien que a primera vista no aportaría a la campaña nada más que su juventud y su género. Por lo demás, se informa que un motivo por el que Obama no ofreció el puesto a Hillary consistió en que su esposa no la soporta. Así las cosas, mientras que Obama pareció tan consciente de su propia debilidad que ni siquiera se animó a desafiar a su cónyuge, una mujer rencorosa, McCain dejó saber que no necesita el apoyo del establishment político republicano que sin duda le aconsejó elegir a uno de los suyos.
Mientras duró la larga interna demócrata, Obama pareció encarnar el espíritu rebelde antiestablishment cuya hora se aproximaba, pero desde que por fin aseguró la candidatura se las ha arreglado para que el electorado lo tome por un candidato presidencial demócrata más, uno que, el color de su piel aparte, no es muy diferente de los dos, John Kerry y Al Gore, que fueron derrotados por Bush. En cambio, McCain, que como todos saben aún es resistido por muchos jerarcas republicanos, se ha apropiado de la causa rebelde y Palin, que se enorgullece de haber luchado en Alaska contra la camarilla republicana corrupta que intentó en vano cooptarla, es, si cabe, aún más independiente de la clase política establecida de lo que es el hombre que le dio una oportunidad para llegar a ser la primera vicepresidenta de la historia norteamericana.
JAMES NEILSON