Unos aires de libertad como pocas veces hay en la vida invadieron calles, plazas, aulas y cuanto lugar público se pueda imaginar uno (o una) cuando entre diez y quince mil mujeres de todo el país y algunas del exterior latinoamericano llenaron de risas, gritos, cantos, banderas -rojas, las más- carteles y consignas la ciudad de Neuquén, el último fin de semana.
Las más jóvenes fueron, por serlo, las animadoras de la fiesta. Ellas, quiero creer, admiran a San Martín, aquel que dijo cuando el equipamiento para los hombres de su Ejército de los Andes escaseaba, que "andemos en pelotas como nuestros hermanos los indios; seamos libres, y lo demás no importa nada".
Una crónica convencional diría que "en uno de los incidentes que empañaron la jornada" las chicas impidieron que respetables ciudadanos dijeran sus discursos de homenaje al Libertador y convirtieron el habitualmente solemne y marcial desfile militar que el vecindario aplaude desde las veredas en una jarana. Como no hay mal que por bien no venga, el episodio sirvió para que cuadros y tropa demostraran que tienen la piel gruesa y se la bancan (aunque un oficial marchara con el sable desenvainado), y que el general dijera que este Ejército no es el de los genocidas.
Lo habría dicho, de haber podido escapar al bronce ecuestre que lo envuelve, el mismo San Martín, quien se adelantó en la historia, al hermanarse con los indios, a condenar algunas crueles prácticas de otros generales que le siguieron. Y que también abuenó -y liberó- las "malas" palabras al convocar a los soldados a andar "en pelotas" (aunque una feminista ortodoxa lo criticaría porque no se refirió a los "ovarios"). Y, en fin, porque llamó a ser libres.
Libres me parece que no son los muchachos y chicas que, desoyendo al obispo Melani, se plantaron en las escaleras de acceso a la catedral para, al paso de una interminable manifestación, exorcizarla rezando sin parar padrenuestros y avemarías, las mismas oraciones que me enseñaron, cuando fui catecúmeno, unos curas salesianos (bienintencionados los más, otros no tanto) y que, por pecador, me hicieron deudor de un dios muy severo. Fue el mismo dios que se introdujo en mi escuela secundaria para volver a catequizarnos y que, en la hora de enseñanza religiosa, sacó a mis compañeros judíos del aula para llevarlos a clase de moral (católica) que les daba una funcionaria del colegio que, a la vez, era la jefa de Acción Católica del pueblo. ¿La Iglesia que de tanto en tanto pide perdón por alguna tropelía, no tendría también que pedir perdón por esa conducta discriminatoria y antisemita que con la ayuda de Perón llevó a las aulas?
Si, además del exorcismo, la letanía se proponía provocar a las manifestantes, lo logró. Fue así porque un grupo se detuvo en el lugar e hizo blanco a los (y las) impávidos (das) rezantes de toda clase de consignas. No faltaron las palabras malas y algunas divertidas invitaciones tales como "¿por qué no vienen a divertirse con nosotras, boludas?", que como era de esperar fueron desechadas.
Algún resultado dio la provocación, porque las manifestantes en conflicto con los (las) rezantes rompieron algunos vidrios y, peor, pintaron en el edificio que alguna vez fue de Jaime de Nevares "ustedes se callaron, cuando se los llevaron". La pasión no puede oscurecer la inteligencia y desechar la gratitud.
Otra cosa es cuestionar al estado patriarcal, sostenido por la Iglesia que, mucho más que la sociedad civil, coloca a las mujeres monjas que la integran como auxiliares de los hombres. En todas las iglesias mandan los hombres, y el mismo Dios de los cristianos, Alá de los islámicos, Yavé (o Elohim) de los judíos, es hombre. También en la familia, célula básica de la sociedad según dicen, mandamos los hombres. No tanto como antes, pero seguimos al frente.
Podrían, en hipótesis, mandar las mujeres. Pero éstas que conocimos el último fin de semana no tienen, me parece, interés en mandar. Ellas quieren ser libres.
JORGE GADANO
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