Miro su foto, ese instante congelado del vértigo final. La esperanza, la lucha, la injusta derrota. Blanca ropa sobre piel morena, bajo pelo negro, y esos ojos perdidos en... ¿en dónde, Lorena?
¿Estabas mirando la medalla que se esfumaba, el entramado donde política y prejuicios te hicieron una llave implacable para que una francesa se quedara con lo que era tuyo?
¿O quizás en un tiempo que no es de calendario, una foto inacabable, estabas mirando el camino recorrido? Porque vale la pena mirarlo, Lorena. Dejame que fieles lectores y lectoras me acompañen hasta el inicio. Hasta el barrio San Lorenzo de Neuquén.
Alguna vez, la vida hizo que en mi despacho de la Legislatura recibiera a esta piba tan jovencita y segura, ya yudoca afirmada en el ámbito nacional. Sabía que era del barrio San Lorenzo, un estigma entonces -y ahora- de ésos que tienen un frágil asidero con la realidad para remontarse después en etiquetas peyorativas. Un barrio con una vida cultural y deportiva que desmentía a los gritos su fama excluyente; que generaba -y genera - excelentes representantes en esas áreas, como si un dios generoso hubiera compensado la pobreza material con la riqueza espiritual; y esa morocha de ojos cálidos y firmes era una prueba más.
Lorena estaba haciendo una colecta -de las tantas que tuvo que hacer, ella y tantos pibes y pibas deportistas- para su primer viaje al exterior. Se lo había ganado en el terreno, pero esto no era suficiente. Así que le ayudé a hacer allí, en la vieja legislatura, una colecta VIP, y, todo hay que decirlo, costó lo suyo... no crea que es fácil sacarle plata a la política para algo que no sea altamente redituable en votos.
Y ahora que ustedes ya saben de esta neuquina que llegó a los juegos olímpicos, sigan conmigo para atrás, en el hilo de esa mirada adentrada en el largo, honroso camino recorrido por las Briceño.
Me cuenta María Elena, la madre, que llegó a Neuquén desde Lanús con sus dos hijas de la mano: Lorena y Jessica. Siete y cuatro años. Así que mucho antes que la crisis del 2001 inventara lo de "Jefas de hogar", María Elena ya lo era. Y las dos chicas amaron este deporte lleno de nombres extraños, de reverencias y golpes. Tigres y tigresas practicando en el corazón del barrio, sacudido por el viento implacable, ennieblado por el polvo de la meseta y atravesado de mil conflictos sociales. Amaron Neuquén, y Neuquén las adoptó.
Sólo que apenas llegada, Lorena quiso, supo, soñó, con estos juegos olímpicos que empezaron en la colchoneta de San Lorenzo. Jessica también, aunque ese sueño se cruzó con otro: quiso ser yudoka y policía, y lo es. Y siempre, siempre, María Elena, la Jefa de Hogar. El clan Briceño.
Volvamos a mirar la foto. Ella está asentada sobre sus talones- esa pose típica de las artes marciales -y sus manos descansan cerca de las rodillas, toda ella sosteniendo la mirada que se adentra cada vez más hacia algún lugar que sólo conoce su alma. Y en una mano hay dos clavos de platino, y en una rodilla tres, ¿qué me dice? Cicatrices.
María Elena, que ve a través de la piel de su hija, no quiere ver los combates. "No puedo, sufro mucho", me explica. Claro que lo entendemos, todas y todos los que hicimos el aguante hasta la una y media de la mañana para acompañarla en ese eterno minuto.
Así que hagamos una pequeña ceremonia, y démosle a las Briceño la medalla de oro, a las tres, por la impecable, dura, conmovedora trayectoria desde el andén de la terminal de colectivos hasta este presente que une San Lorenzo con Pekín. Porque, me olvidé de decirle, la familia Briceño sigue viviendo en el mismo lugar. Cuando Lorena vuelva, voy a ir a tomar unos mates con ellas. Por los viejos tiempos, y por los que vendrán.
Ah. ¿No quieren prenderse en una colecta por unas colchonetas nuevas para el gimnasio del barrio? Las que tienen, en donde practican las Briceño, están muy gastadas.
MARÍA EMILIA SALTO
bebasalto@hotmail.com