En una clase para futuros maestros sobre el mito universal de la patria, una alumna me preguntó si mi particular mirada sobre la historia argentina obedecía a la altura desde donde observaba la misma, es decir, allí donde el contraste entre los sueños y la realidad de mi generación ya no me afectaba ni me hacía mella -algo así como un "nirvana" dijo ella aventurando una hipotética fuga de la realidad-, o si mis concepciones eran fruto de un terrible desconsuelo.
Contesté que no inmediatamente a la primera parte de su pregunta, aclaré que el lugar desde donde oteo el pasado y el presente no es precisamente un sitio de elevación.
Y si bien para la segunda parte de la pregunta -aquello del desconsuelo por el fracaso de las afecciones políticas e ideológicas mías y de mi generación- hago extensivo el no de la primera parte, debo precisar que no es un motivo de alegría para mí hablar de la patria con el sentido que lo vengo haciendo.
La patria es algo que duele para quienes son sensibles a ella, le dije. Pensando en eso dije aquel verso exquisito de Leopoldo Marechal: "La patria es un dolor que nuestros ojos no aprenden a llorar..."
Hasta allí nomás, respondí, pues, a mi alumna.
Luego de la clase continué recordando la pregunta y mi respuesta. Evidentemente, su brevedad, debida al hecho de tener que cerrar el tratamiento del tema de ese día, no me había dejado satisfecho ya que la pregunta revelaba la presencia de una alumna inteligente, capaz de pensar simultáneamente en la parte (mi concepción sobre la patria) y en el contexto histórico (obviamente personal) en el cual ella se habría gestado, amén de sentir curiosidad por develar esto último.
Como estas condiciones son necesarias para el pensamiento crítico (algo de cuya necesidad constantemente se habla y hablamos), el hecho de haberme dado pie para profundizar lo que pensaba en la feliz circunstancia de poder devolverla a la clase, resolví pensar detenidamente en lo sucedido y escribir estas reflexiones.
Si bien no acepto la versión metafísica de la patria, así como tampoco la clásica sentimental o estética ni la amalgama de todas ellas en su vinculación con el suelo nativo ni con la cultura nacional -para mí la patria es el amor al prójimo total, es decir, a la humanidad, sin fronteras ni propiedad sobre el suelo que tenemos de prestado- y aun reconociendo la importancia histórica de su existencia, me duele la patria como un espacio perdido o deshabitado de mi alma.
Pero mi dolor no es desconsuelo, resignación, ni olvido. Por el contrario, mi dolor es una catarsis, una purificación, un sufrimiento buscado para curarme otros dolores viejos, precisamente experimentados cuando creía en aquella clase de patria a la cual hoy mi cerebro y mi alma le dan la espalda.
De modo que si aquellos viejos dolores de la encarnación personal de la patria en mi alma debía sublimarlos en el pasado -como era de esperar, para ser patriota- este nuevo dolor de la purificación buscada lo vivo en una dimensión que puedo soportar con el corazón caliente, sí, pero con la cabeza fría, es decir, sin enajenar mi conciencia.
Aquellos viejos dolores que me ocasionaba esa clase de patria que había adoptado en mi juventud los viví como muchos contemporáneos y aun otros anteriores en la creencia de que movilizaban el tránsito de mi ser, de nuestro ser, hacia lo absoluto, es decir, hacia lo alto, pero en realidad ni mi alma ni mi cuerpo ascendieron nunca por esa vía a aquel solar imaginado. Y quienes creían y sentían lo mismo que yo respecto de esa patria tampoco ascendieron. Lo real fue que nos estrellamos contra el suelo y más abajo aun, hacia las simas del dolor y la incomprensión.
¿Por qué fue así? Porque la patria no tiene alas, sólo existen en la imaginación alterada.
En cambio, este dolor de soledad de patria, buscado serenamente para limpiar el alma, y si es posible para ayudar a otros a hacer lo mismo, sí permite volar, pero no en las alas imaginarias de una entelequia, sino en el vuelo poético de las efusiones del alma pues -como dijo nuestro poco reconocido Córdova Iturburu- "la poesía es hija del dolor".
Trascender, pues, no se logra por imperio de la voluntad ni de la razón; nadie se eleva más que hasta donde llega la fuerza del impulso que lo impele. Para elevarse primero hay que caer; luego, si por azar o por destino podemos rebotar nos elevaremos, pero no por causa de nuestro ego, sino de la levedad de nuestras almas.
Por eso creo que las palabras, en este caso con intención docente, que nacen de nuestro dolor compartido deben servir para sanar las heridas de las almas. Nunca para reabrirlas.
CARLOS SCHULMAISTER (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Profesor de Historia