A muchos les gusta afirmar que todos los pueblos son iguales y que el poder no otorga derechos, pero sólo se trata de una expresión de deseos. En el mundo real, siempre han mandado los más poderosos. Aunque merced al prestigio actual de la democracia, en una zona amplia del planeta los pueblos chicos disfrutan de un grado de autonomía sin precedentes con tal que acaten ciertas pautas sencillas, en otra siguen aplicándose las reglas tradicionales. Conforme a éstas, los débiles tienen que rendir tributo al vecino más fuerte, a menos que cuenten con un protector que sea más fuerte aún. Caso contrario, correrán el riesgo de verse aplastados.
Es éste el drama que enfrenta Georgia, el pequeño país caucásico que recuperó su independencia cuando cayó en pedazos la Unión Soviética. El presidente Mikhail Saakashvili confió en que su apuesta a la democracia, su entusiasmo proeuropeo -la bandera de la Unión Europea se ve en todas partes- y su alianza con Estados Unidos sirvieran para impedir que los rusos procuraran reincorporar a Georgia a sus dominios. ¿Se equivocó? La respuesta a esta pregunta incidirá profundamente en el futuro de Europa oriental, el Medio Oriente y Asia. De difundirse la convicción de que los norteamericanos y europeos occidentales no están dispuestos a arriesgarse para ayudar a quienes también quieren disfrutar de las libertades que ellos mismos dicen creer fundamentales, la democracia que hasta hace poco pareció encaminada a universalizarse no tardará en batirse en retirada.
La reacción inicial de Estados Unidos y la Unión Europea frente al zarpazo ruso contra Georgia fue confusa. El presidente norteamericano George W. Bush tardó una semana para anunciar que enviaría ayuda humanitaria a su aliado ya derrotado en aviones y buques militares, mientras que el presidente francés Nicolas Sarkozy, en su condición de jefe de turno de la UE, arregló un cese de fuego que los rusos demoraron en respetar, a pesar de que los dejaba en control de dos zonas separatistas, Osetia del Sur y Abjasia, cuyos sufrimientos, auténticos o imaginarios, les brindaron el pretexto que necesitaban para legitimar a sus propios ojos la invasión de lo que, al fin y al cabo, es un país soberano, de fronteras internacionalmente reconocidas, que no plantea ninguna amenaza a sus vecinos.
El que los occidentales hayan vacilado tanto no fue una sorpresa. A los habitantes de las democracias modernas les encanta denunciar los horrores que son cotidianos en el resto del mundo, pero no quieren que sus gobiernos tomen medidas que podrían atenuarlos. Para tranquilizar la conciencia, muchos atribuyen lo que ocurre en lugares como Ruanda, Darfur, diversos países del Medio Oriente y, últimamente, Georgia a crímenes o errores cometidos por sus propios países, dando a entender que para que el mundo entero conviva en paz lo único que se necesita sería que el Occidente, en especial Estados Unidos, dejara de entrometerse en asuntos que le son ajenos. Huelga decir que para los prooccidentales chinos, árabes y africanos que quisieran ver democratizados a sus propios países, la autoflagelación así supuesta es sumamente desalentadora.
Si bien Rusia no es una dictadura, tampoco constituye una democracia moderna. En su relación con sus vecinos pequeños actúa según pautas que serían más apropiadas para el siglo XIX que para el actual. El primer ministro Vladimir Putin, el hombre fuerte del gobierno ruso, no disimula el desprecio que siente por los ex integrantes del imperio soviético, ni su convicción de que deberían resignarse a la hegemonía moscovita. En cuanto los europeos le informaron que hasta nuevo aviso no permitirían que Georgia y Ucrania se sumaran a la OTAN y la UE, Putin entendió que podría aprovechar la presencia en dichos países de ciudadanos rusos para hacer lo que los occidentales ya hicieron en los Balcanes cuando impulsaron la independencia de Kosovo. Puede comprenderse, pues, el nerviosismo que se apoderó de los líderes de Polonia, Ucrania, Estonia, Lituania y Letonia que en seguida viajaron a Georgia para solidarizarse con Saakashvili, puesto que sus propios países correrían peligro a menos que los occidentales aceptaran protegerlos. Aunque es poco probable que Putin emprenda una aventura militar contra miembros de la OTAN y la UE, está en condiciones de presionar a los europeos frenando a voluntad los suministros de gas y petróleo que les proporciona una parte sustancial de la energía que consumen.
La muerte de la Unión Soviética luego de una enfermedad prolongada potenció enormemente la ola democrática que benefició a tantos países, incluyendo a la Argentina: el que la restauración de la democracia aquí coincidiera con fenómenos muy similares en muchas otras partes del mundo muestra que se debió a más que factores internos. En la actualidad, el crecimiento económico impresionante de China está socavando la idea de que la democracia es una panacea que contribuye no sólo al desarrollo humano sino también al progreso material y hasta al poder militar, ya que en este ámbito tan importante las democracias occidentales aún son muy superiores a sus rivales.
Pero es una cosa tener la capacidad para defenderse contra agresores externos y otra muy distinta la voluntad de usarla para proteger a grupos étnicos o religiosos virtualmente desconocidos que se creen amigos.
Por su naturaleza, a una democracia le es difícil comprometerse con una estrategia geopolítica a largo plazo, porque la oposición interna podría sentirse tentada a aprovechar toda oportunidad que surja para frustrarla. Y como descubrió el sha de Irán, los occidentales no suelen tener interés alguno en dar refugio a aliados caídos en desgracia, sobre todo si fueran autócratas, de suerte que sería mejor no confiar demasiado en ellos.
En cambio, Putin ha podido concretar una maniobra, que según sus admiradores occidentales fue magistral, sin tener que preocuparse por las quejas de la minoría reducida de rusos que preferirían que su país reconociera el derecho de sus vecinos pequeños a elegir su propio camino, y mucho menos por las protestas meramente verbales o los castigos simbólicos que podrían propinarle norteamericanos y europeos. Puede que haya cometido un grave error y, de todos modos, el futuro de Rusia, cuya población está achicándose a una velocidad alarmante, dista de ser promisorio, pero por ahora tiene muchos motivos para felicitarse por el éxito de una jugada largamente preparada, emprendida a fin de remediar, hasta cierto punto, lo que una vez calificó de la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX, el despedazamiento de la Unión Soviética.
JAMES NEILSON