Era tarde. Desde un lugar impreciso me llegaba el aroma de un perfume que calzaba perfectamente con la alquimia de lo que sucedía arriba del escenario. "Es Montana", me explicó mi estimada María José Ruiz, que esa noche en particular no bailaba sino que hacía el papel de espectadora. Con el dato en la punta de mi nariz, me sumergí de lleno en la música: María Suárez.
Tampoco sabía su nombre hasta ese momento. Nadie me había hablado de ella y lo único que me conectaba con su trabajo era la fotografía de una chica tendida junto al río sobre una toalla blanca. Una imagen extraña. Saturada y falsamente antigua como una postal robada a la década del 50. Ésa era María. Pero las fotos no cantan. Ni te hablan al oído para revelar el alma de sus personajes.
¿Dónde he estado yo todo este tiempo? ¿Qué justifica mi total falta de respeto por el hecho de desconocer a María Suárez? No soy un hombre de juicios medidos. Al contrario, me considero un fan. Hasta cierto punto todo periodista lleva un admirador dentro. Alguien que ansía conocer músicos perfectos, ángeles de la guarda a los que se quedaría escuchando por días y noches enteras. Eso me pasa con Andrés Fuhr y la magia negra de su contrabajo, con Quique Caneo, ante al cual me arrodillo como un acólito en presencia del Papa. Y sucedió con María y su guitarra. Su sonido me resultó tan nuevo, tan distinto, sacado de quién sabe qué vértebras femeninas, de qué laberintos de sangre, que me volví incapaz de pronunciar palabra y me llamé a silencio.
A la mañana siguiente, lo primero que hice al llegar a la redacción fue revisar el archivo. Ahí estaba la fotografía que había visto días atrás. Estaban también sus declaraciones en una nota que no resolvieron el acertijo de lo acontecido durante el show. María hablaba de cambios, de estilos, de procesos, pero aquella teoría no tiene espacio real en la efervescencia que provoca su música.
Cuando su set hubo acabado, Andrés Furh me la presentó (el trío se completa con un sólido Pablo Venegas en percusión). En cierto modo lo lamenté. No quería que se bajara del escenario. De un modo egoísta pretendía que se quedará en el éter, ejerciendo su embrujo.
Para entonces, ya era su fan incondicional. Antes de siquiera agregar una letra a mi nombre, le estaba pidiendo un ejemplar de su CD "Río Madre". Pero no tenía ninguno. ¿Cómo es posible? María no andaba con el producto a cuestas. Maldije mi suerte. Guarde mi dinero.
Se me hizo tan inmensa, tan circular en el escenario, que cuando volvió al plano de los simples mortales se transformó en una diminuta y frágil flor desértica.
Estaba cansada. Soy madre de dos chicos, me explicó, al tiempo que me indicaba con un dedo la carga feliz que soporta su espalda. Acaso la maternidad está profundamente vinculada con la suave potencia de sus canciones. Con la ternura que imprime a cada frase.
Sentados alrededor de una mesa, cometí la típica imprudencia que caracteriza al oficio, la comparé con alguien: "Me recuerdas mucho a Ricky Lee Jones". Por supuesto María la recordaba también. Horas después otro nombre vino a mi mente: Martirio. Existe una textura sonora paralela, un flujo compositivo entre la cantante española y María. El atrevimiento de imponer un contrabajo regulando el ritmo y la piel de la música, las hermana en algún sentido: una en la vieja Europa, la otra en el sur del sur.
Pero, mea culpa, debo reconocer que María Suárez es hija de su destino, por lo tanto es igualita a María Suárez. Su arte, como la gloria que obtenga con él, le son legítimos.
Mientras tanto, su pócima es parte de mi propio pulso ahora.
CLAUDIO ANDRADE
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