Hasta hace unos días, siempre creí que el radical correntino que acompañó a Juan Perón en la fórmula que derrotó a la Unión Democrática en 1946 se llamaba Jazmín Hortensio Quijano. Eso se decía, como también que, para rebajar la imagen femenina que transmitían esos nombres, aquel vicepresidente -que si no recuerdo mal murió en 1951- firmaba "J. Hortensio Quijano". Ahora leí que, según algunos, su verdadero primer nombre era Juan y que el responsable del desdoroso infundio fue el socialista Américo Ghioldi, un antiperonista de los que ya no quedan, tan capaz de exaltar la represión contra el peronismo desatada por la Libertadora como para recordar el lema pedagógico que decía "la letra con sangre entra".
Lo cierto es que aquella pretendida alianza con la UCR fue una simulación ideada por Perón después de que fracasara el intento de incorporar a la fórmula al cordobés Amadeo Sabatini, quien sí era un radical de peso. La "Junta Renovadora" de la UCR encabezada por Quijano no impidió que los votos radicales fueran a la fórmula opositora, que igual perdió.
Muerto Quijano, hubo que elegir otro vice que lo reemplazara. Arturo Frondizi, candidato radical, fue derrotado por el contralmirante Alberto Teisaire, quien ganó triste celebridad -inmediatamente después de que Perón se embarcara en la cañonera paraguaya acompañado por el flamante canciller nacionalista Mario Amadeo- por su confesión de arrepentido difundida por el canal oficial.
Desde Alfonsín para acá, los pactos con el peronismo, ya "abuenado", son algo corriente y normal. No así en 1958, cuando Rogelio Frigerio pactó con "el tirano prófugo", en Caracas, el apoyo del peronismo proscripto a la fórmula Frondizi-Gómez que, obviamente, con esos votos ganó. A los militares, también abuenados hoy por el desastre que hicieron pero que entonces decidían sobre quién podía gobernar y quién no, eso no les gustó. Fue así como, después de que la fórmula peronista disfrazada con el nombre de "Unión Popular" ganara el gobierno de la provincia de Buenos Aires en marzo de 1962, derrocaron a Frondizi y lo enviaron al hotel Tunquelén de Bariloche.
¿Y quién era Gómez? Un maestro de un pueblito santafesino, Beravebú, que en su condición de presidente podría haber reemplazado a Frondizi. No lo hizo porque, presionado por circunstancias diversas, no pudo resistir y, como "Chacho" Álvarez, se fue. Una de tales "circunstancias" era el rumor, alimentado por los "planteos" militares que caían sobre Frondizi en catarata, de que había susurrado en algún oído uniformado que estaba dispuesto a ocupar la presidencia sin chistar si Frondizi caía.
El rumor fue tan consistente que la revista de humor "Tía Vicenta" caricaturizó a Gómez con un epígrafe que decía "¿y a mí por qué me miran?"
El así llamado "maestro de Beravebú" no pudo ser presidente. Pero tampoco pudo serlo el comandante del Ejército, general Poggi, porque para impedírselo Julio Oyhanarte, miembro de la Corte Suprema, urgió al presidente provisional del Senado y sucesor constitucional, José María Guido, para que se presentara a jurar en el Palacio de Justicia. El gobierno que resultó de esa veloz maniobra fue llamado "cívico-militar" y los patagónicos tuvimos nuestro primer presidente de la Nación.
Estas complicaciones continuaron. Con los gobiernos radicales de Illia y Alfonsín, que tampoco pudieron completar sus mandatos (es una patología radical, desde Yrigoyen en adelante), no hubo problemas porque a la hora de irse presidente y vice salieron juntos. Pero en el medio no ocurrió lo mismo con el gobierno justicialista de Héctor Cámpora. El vice, Vicente Solano Lima, lo acompañó en la renuncia. Perón, como Agamenón, mandaba desde lejos. De los trámites locales se ocupaba López Rega, quien hizo lo necesario para que el presidente provisional del Senado de entonces, Alejandro Díaz Bialet, partiera hacia un remoto país africano en misión especial. O sea que cuando lo fueron a buscar para que jurara, no estaba. El que sí estaba era el que seguía en la sucesión, presidente de Diputados y yerno de López Rega, Raúl Lastiri. Éste gobernó al solo efecto de entregar el poder a Perón y su señora, en octubre de 1973.
En la historia de México posterior a la Revolución hubo complicaciones parecidas con la institución vicepresidencial. Con un sorprendente sentido práctico, las superaron eliminándola. Aquel entrañable país debe de ser una de las pocas, si no la única, república en el mundo que no tiene vicepresidente.
Aquí seguimos teniéndolo. Es el ya famoso Julio Cobos, quien se distingue de sus antepasados en el cargo porque, al contrario de lo que hicieron por ejemplo Gómez y Álvarez, en medio de la crisis se mantuvo en el cargo sin renunciar.
Ahora que tiene simpatías con las que, seguramente, no contaba cuando, el año pasado, se alió con el kirchnerismo, Cobos sonríe, firma autógrafos, estrecha las manos que se le tienden, concede entrevistas a los medios, mira el sillón presidencial y piensa: ¿si otros pudieron, por qué no yo?
El 2011 está muy lejos. Pero en los tres años que faltan pueden pasar muchas cosas. Sin necesidad de recurrir al caso de Alejandro Gómez, de hace medio siglo, están las experiencias más cercanas de Alfonsín y De la Rúa. A uno se lo llevó la inflación, al otro una asonada de saqueos y violencia. Y Cobos piensa.
JORGE GADANO
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