No es nada frecuente que un escritor haya desempeñado un papel clave en el derrumbe no sólo de un gran imperio sino también de la ideología en la cual se basó, una que, para más señas, disfrutó durante décadas de la simpatía de una proporción muy significante de los intelectuales del resto del mundo. Si bien el colapso de la Unión Soviética se debió más que nada a que desde mediados del siglo pasado el sistema económico comunista ha resultado ser claramente incapaz de competir con el capitalismo occidental, Alexander Solzhenitsyn se encargó de quitarle sus pretensiones éticas.
En libros como "Un día en la vida de Iván Denisovich" y, sobre todo, en los tres tomos de "Archipiélago Gulag", Solzhenitsyn describió en detalle el salvajismo rutinario de los miles de campos de concentración del "socialismo realmente existente" en que millones de rusos y otros trabajaban como esclavos, lo que, claro está, le granjeó la hostilidad implacable del régimen despiadado que ya lo había encarcelado y trató de impedirle publicar. Felizmente para él, después de la muerte de Joseph Stalin, en la Unión Soviética había comenzado el llamado deshielo -de lo contrario, hubiera sido fusilado como tantos otros- pero, aun así, oponerse a la dictadura en circunstancias como aquéllas requirió un grado de coraje y de fortaleza psicológica nada común.
En Rusia, el ejemplo brindado por Solzhenistyn estimuló a quienes integraban la pequeña minoría de disidentes a protestar con más vehemencia contra un orden cuya malignidad no puede atribuirse solamente a la crueldad de un puñado de individuos tan comprometidos con el experimento comunista que eran indiferentes hacia el sufrimiento de los hombres, mujeres y niños que constituían su materia prima.
No era posible reformar la Unión Soviética porque la ideología totalitaria que la legitimaba era intrínsecamente perversa, razón por la que los intentos de suavizar el régimen provocaron la desintegración casi inmediata de lo que hasta entonces fue tomado por una superpotencia equiparable con Estados Unidos. Cuando incluso los líderes soviéticos se sintieron constreñidos a preguntarse si los disidentes no estaban en lo cierto al calificar de una aberración monstruosa el orden comunista, su pérdida de fe en su propia obra los desmoralizó tanto que en un lapso asombrosamente breve todo se vino abajo.
Puede argüirse que en verdad fue menor el rol de Solzhenitsyn en la implosión de la Unión Soviética, puesto que aunque nunca hubiera escrito una sola palabra todo habría sucedido más o menos igual. Es posible, aunque sería un error subestimar lo que puede hacer un solo hombre capaz de decir sin ambages lo que otros apenas se atreven a pensar. En cambio, no hay dudas en cuanto a la influencia del testimonio desgarrador de Solzhenitsyn en el Occidente. Aunque muchos ya habían denunciado con elocuencia los horrores del comunismo soviético, antes de la publicación en 1973 de la parte inicial Archipiélago Gulag, abundaban los intelectuales, algunos muy prestigiosos, en Europa, América Latina y Estados Unidos que se obstinaban en afirmar que todos los críticos de la Unión Soviética eran mercenarios a sueldo de la CIA y que por lo tanto resultaba necesario repudiar cuanto decían. Después de 1973, sólo los más tercos, obnubilados por el odio que sentían por las sociedades liberales en las que vivían, a menudo de forma muy cómoda, podían seguir negando que en la "patria del socialismo" decenas de millones de personas habían sido brutalmente sacrificadas por nada, ya que el resultado de tanta miseria fue una sociedad pobre y gris manejada por burócratas a veces comparables con el nazi Adolf Eichmann.
En vista de que la capacidad para engañarse de muchos intelectuales es casi infinita, no resulta demasiado sorprendente que el comunismo, incluyendo a variedades tan inenarrablemente feroces como la norcoreana y la camboyana, todavía cuente con algunos simpatizantes en facultades universitarias occidentales. A inicios de los años setenta, imaginar que el comunismo conformara una alternativa deseable a los sistemas sin duda imperfectos pero decididamente menos cruentos de los países más prósperos y más libres era normal entre los muchos que de un modo u otro militaban en las filas de la "izquierda progresista". A éstos les resultaron traumáticas las revelaciones no exactamente nuevas pero expresadas de manera muy convincente de Solzhenitsyn.
Poco a poco, todos salvo los más fanatizados se alejaron de la ortodoxia marxista. Aunque algunos lograron persuadirse de que en Cuba o en China "la alternativa" funcionaba maravillosamente bien y que de todas formas "el stalinismo" había sido una distorsión herética de la ver
De haber sido Solzhenitsyn un consumidor occidental típico, se hubiera ahorrado largos años en el gulag y las otras penurias que tuvo que soportar hasta que, por fin, se vio reivindicado.
JAMES NEILSON