Hace 50 años en Cuba triunfó una revolución que se propuso cambiar ese pequeño país del Caribe. La mayoría de los revolucionarios se levantó en armas contra la dictadura de Fulgencio Batista porque deseaba una nación más democrática, más próspera, más independiente y más justa. Al cabo de medio siglo, es indudable que el cambio se produjo, pero no precisamente en el sentido que imaginaron los revolucionarios. Para constatar lo anterior no hay más que echarles un vistazo a las estadísticas económicas, sociales y demográficas de la isla.
Cuba era el tercer país más próspero de América Latina; hoy ocupa el penúltimo lugar. Hasta la sanidad y la educación públicas, orgullo del castrismo, están en decadencia.
En 1958, con una población de más de seis millones de habitantes, Cuba tenía un producto interno bruto per cápita de 374 dólares, según el Atlas of Economic Development (1961) de Norton Ginsburg, o de 520, según otros autores (H. T. Oshima, Felipe Pazos, José F. Álvarez Díaz, Leví Marrero, José M. Illán). En materia de crecimiento económico, la isla ocupaba entonces el tercer lugar en América Latina -sólo por debajo de Venezuela y Uruguay- y el número 30 ó 31 de todas las economías del mundo. Ese mismo año, el ingreso nacional por habitante de España fue de 180 dólares, menos de la mitad del de Cuba en cualquiera de los dos cálculos.
Este país era subdesarrollado y desigual: tenía un 23% de analfabetismo, un 16% de desempleo, el 62% de la población empleada percibía un salario menor a los 75 dólares y un 10% de cubanos ricos absorbía el 40% de los ingresos totales. Pero Cuba, en el contexto latinoamericano, y como han reconocido algunos historiadores marxistas (Juan F. Noyola, Raúl Cepero Bonilla, Manuel Moreno Fraginals y, más recientemente, Óscar Zanetti Lecuona), era un país con índices crecientes de progreso económico y social: los cubanos tenían la mortalidad infantil más baja de la región, consumían 2.730 calorías diarias, había un médico por 998 habitantes, una res por persona, un automóvil por 40, un teléfono por 38, un televisor por 25 y una radio por 6.
Los historiadores han discutido el tamaño de la clase media cubana, el cual se calculaba entre 25% y 35% de la población a fines de los '50. Lo que ninguno pone en duda es que crecía de manera continua desde mediados de los 30 y que, a pesar de que la elite de mayores ingresos era reducida -entre un 10% y un 15%-, tampoco podía equipararse a las minorías de hacendados que predominaban en las sociedades agrarias latinoamericanas. Constituía un país mayoritariamente urbano: entre 1954 y 1958 se invirtieron 92 millones de dólares anuales en vivienda y se construyeron más de 5.000 edificios por año.
El comercio y las inversiones de Cuba en 1958, a pesar de su concentración en Estados Unidos, estaban muy lejos de describir un país monoproductor y dependiente. Entonces los norteamericanos invertían más en servicios públicos (344 millones dólares) que en agricultura e industria azucarera (265) y las inversiones en minería habían crecido hasta 180 millones. Cuba exportaba 594 millones de dólares e importaba 575, con una balanza comercial favorable, y cerca de un 30% de ese comercio era con países latinoamericanos y europeos, incluida la Unión Soviética. A mediados de los '50, el rival de Estados Unidos en la Guerra Fría compraba a Cuba medio millón de toneladas de azúcar a precios del mercado mundial, lo que le reportaba ganancias mayores de 30 millones de dólares al año.
El régimen de Fulgencio Batista era autoritario, torturaba y asesinaba a opositores violentos y había surgido de un golpe de Estado que quebró el orden constitucional de la República. Sin embargo, en ese régimen, como en cualquier otro autoritarismo latinoamericano de la época, existían suficientes libertades públicas como para que circularan más de 120 publicaciones, para que existieran partidos legales de oposición, para que hubiera decenas de estaciones de radio y canales de televisión independientes del Estado y para que los ciudadanos, incluidos los revolucionarios, pudieran entrar y salir de la isla libremente.
Cincuenta años después del triunfo de la Revolución, Cuba es otro país. La población se ha duplicado: hoy hay algo más de 11 millones en la isla y dos millones y medio en el exilio. Nación receptora de inmigrantes durante la primera mitad del siglo XX, se ha convertido en una comunidad con un potencial migratorio de medio millón de habitantes. La composición racial de la isla también ha cambiado: en 1958, el 72% de la población era blanca y el 28% negra y mulata. Hoy, algunos calculan que la proporción está en vías de invertirse. Cuando la Revolución triunfó, Cuba era un país de jóvenes: entonces había ministros de 25 años. Ahora, mientras la tasa de natalidad se reduce, la de envejecimiento aumenta: la actual proporción de adultos mayores de 60 es del 16,6% y en el 2025 podrían retirarse más trabajadores que los que se incorporen a la fuerza de trabajo. El estudioso Carmelo Mesa Lago lleva más de dos décadas diciendo lo que Raúl Castro ahora tímidamente reconoce: que ese modelo económico de subsidios y estatalización indiscriminada de la actividad productiva es insostenible.
En el 2007 el PIB per cápita de Cuba fue de 4.000 dólares, por debajo del de Bolivia y apenas por encima del de Haití. España, que tenía la mitad del ingreso nacional en 1958, hoy tiene un PIB per cápita ocho veces mayor. En 50 años de socialismo, la que era la tercera economía de América Latina ha descendido al penúltimo lugar en la región y al 140 del mundo. La balanza comercial cubana es una de las más desfavorables del planeta: exporta 3.400 millones de dólares e importa 10.100. En 1958, Cuba producía más del 75% de su consumo de alimentos: hoy, la mayor parte de lo que consumen los cubanos proviene del exterior, sobre todo, de Estados Unidos. La deuda externa de la isla, incluida la que contrajo con Rusia, rebasa los 30.000 millones de dólares.
El cubano es el Estado de América Latina que más volumen de su presupuesto destina a derechos sociales -en su reciente discurso en la Asamblea Nacional, Raúl Castro afirmó que el 55% del gasto público se invierte en salud, educación, cultura y deporte- y así lo han reconocido organizaciones internacionales como la ONU, la UNESCO y la CEPAL. Sin embargo, la dramática regresión de la economía cubana, sobre todo en el período possoviético, ha hecho colapsar el sistema de seguridad social y varios indicadores sanitarios aún no recuperan los niveles de 1989. La falta de recursos, la creciente disparidad en la distribución del ingreso y el gran desequilibrio en el desarrollo regional han provocado que los maestros abandonen las escuelas por los bajos salarios y que los servicios médicos se deterioren gravemente.
Según investigaciones realizadas en la isla, el 80% de los cubanos gana menos de 300 pesos, es decir, poco más de 15 dólares al mes. En cambio, un 1,5% tiene ingresos cercanos o mayores a 6.000 pesos, sin contar remesas y subsidios. Una encuesta reciente en la ciudad de La Habana reveló que un 43% se considera pobre, a pesar de que la capital es la ciudad con mayores ingresos. La clase media se ha reducido de un 30% a un 18%, las minorías de altos ingresos han decrecido en más de un 10% y el coeficiente de Gini, que mide la desigualdad, ha aumentado hasta niveles latinoamericanos. Cuba es hoy un país con más pobres, menos ricos y una clase media más pequeña. No se trata de una idealización del pasado y de una deformación del presente: se trata de un simple paralelo estadístico.
Tras 50 años de socialismo, Cuba es un país más pobre, más dependiente y menos libre. La ciudadanía insular es gobernada por un régimen, ya no autoritario como el de Batista, sino totalitario, es decir, de partido único, ideología comunista y economía estatalizada, que reprime a opositores pacíficos e impide la autonomía de la sociedad civil. ¿Cuál es la mejor manera de solucionar los graves problemas económicos, sociales y políticos de la nueva Cuba? La respuesta es elemental: con democracia, con mercado y, también, con Estado fiscal y gasto público. Sin embargo, el gobierno de Raúl Castro, como se vio en la pasada Asamblea Nacional, parece desprovisto de la voluntad necesaria para iniciar un proceso de reformas que conduzca a la inútilmente postergada transición cubana.
RAFAEL ROJAS (*)
El País Internacional
(*) Historiador cubano exiliado en México