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n coincidencia con la anarquía social a la que estamos sometidos, la actividad de los colegios secundarios del país ha venido tomando un giro preocupante. Como fruto de la nefasta idea de un igualitarismo a toda costa, de la pasividad general para soportar una ideología que quiere nivelar hacia abajo y rechaza cualquier preocupación de excelencia por "elitista", el proceso de erosión de este nivel señero en la educación pública parece irremediable. Aquí en la Capital y en acuerdo con grupos facciosos que vienen operando en varias facultades (en particular sociológicas y humanistas) y en otros institutos secundarios (lo hicieron , lo hacen, por ejemplo, en el Carlos Pellegrini de la UBA o en el Mariano Acosta de la Ciudad) grupúsculos militantes del tipo "Partido Obrero" están protagonizando, ante la impotencia (o en algunos casos connivencia) de las autoridades y la pasividad de la mayoría de los educandos, repetidos actos de vandalismo y desmedro de una tradición valiosa. A principios de este mes ocurrió la "toma" (en mejor castellano: usurpación) del Colegio Nacional de Buenos Aires, con propósito de forzar un consejo directivo con representación estudiantil y en el que sean los propios alumnos, junto con representantes de profesores y no-docentes, quienes elijan al rector y a los vicerrectores de la institución. Los activistas pretenden así -el proceso no ha concluido- que menores de edad, adolescentes sin autonomía civil, administren el presupuesto, intervengan en el diseño de los programas y hasta resuelvan la elección de profesores. El mundo al revés, la irracionalidad al desnudo. La ocupación del hermoso edificio por un puñado de "chicos" en busca de poder, se materializó en destrozos y pintadas que avergüenzan. Estas cosas duelen porque hablan de un profundo deterioro de la educación pública y de los valores que la sustentan. Durante un siglo y medio transcurrido desde su fundación, el Colegio Nacional de Buenos Aires ha sido considerado como el establecimiento de enseñanza en el nivel medio más prestigioso, un colegio de calidad en el que ingresan los más dotados y del que egresan los mejor preparados para la universidad y la vida. El orden, la disciplina, el decoro y el afán de aprender fueron notas distintivas de su alumnado. Funcionó siempre según criterios de evaluación basados en el mérito, no en el origen social o en la posición económica. Los profesores han sido generalmente los de la propia universidad y, por ende interesados, más que en ser fieles a programas burocráticos, en la profundización de un asunto medular de su propia disciplina, con el rédito de que a través de él los alumnos absorbieran lo esencial de una materia y una técnica de estudio. Tanto es así que, en cualquier concurso de antecedentes, la sola mención de su bachillerato en un "currículum vitae" se constituía normalmente en un dato ponderado como distintivo. Entre sus egresados -muchísimos de los cuales (ejemplos cimeros de ellos son dos Nobel en Ciencia) alcanzaron las jerarquías sociopolíticas y culturales más altas en la sociedad argentina- hasta se dio hablar de la institución como "El Colegio de la Patria". Y la cita de esta calificación nos orienta a la oportunidad de enmarcar de algún modo la situación que actualmente allí se vive a consecuencia de un creciente proceso negativo y del desorden en curso, con un repaso de los orígenes del Colegio, un par de anécdotas sobre un maestro arquetípico y comentarios de la novela de un alumno agradecido, lejana en el tiempo pero siempre de interés, aunque sea contrastante, que evoca un poco de su historia y su espíritu pedagógico. Los comienzos El espacio porteño comprendido entre las actuales calles Bolívar, Alsina, Perú y Moreno es, desde 1821 cuando recibió a la Biblioteca y la Universidad recién fundadas por Rivadavia, conocido como la "Manzana de las Luces". Se trata de un título de referencia al Iluminismo, el movimiento filosófico del siglo XVIII que puso como ideal civilizado a la razón contra el oscurantismo, a la ciencia contra la ignorancia. Entonces, en ese breve período culturalmente lujoso de la aldea porteña, fue cuando el poeta Juan Cruz Varela quiso elevarse a las nubes con una estrofa tan eufórica como la que dice "Buenos Aires empaña de Atenas / el remoto, inmortal esplendor". Años después y luego del apagón rosista, el presidente Mitre, dando cuerpo a su idea de la educación secundaria como instrumento de la identidad argentina, firmó en 1863 el decreto de creación del Colegio Nacional de Buenos Aires. A la luz del programa riguroso que se elaboró y del criterio de excelencia impuesto como norma, se constituyó en una institución trascendente tanto como para suscitar la emulación de universidades del interior que fundaron, a imagen de ese modelo de colaboración universitaria con el nivel medio, colegios que han sido hasta el presente los de tradicional excelencia en la formación de juventudes. Tales, por ejemplo, el Montserrat de la Universidad de Córdoba y el Gimnasium de la de Tucumán en los que predominan, dentro del cuerpo docente, profesores universitarios en ciencias y humanidades. Miguel Cané nos dejó en "Juvenilia" un caudal de anécdotas sobre los comienzos del Colegio. Resaltó en su librito de recuerdos juveniles la semblanza de un arquetipo del educador de raza, Amadeo Jacques, un emigrado de la revolución socialista francesa de 1848 que (como, entre otros, sus camaradas Alberto Larroque y Alejo Peyret) contribuyó a instalar por entonces lo mejor de la educación liberal europea en nuestro país. La enérgica presencia de este maestro, su saber enciclopédico, sus lecciones llenas de interés y erudición, marcaron la vida de quienes asistieron a sus lecciones. Hay párrafos en el libro de Cané que relatan con fervor el impacto de este profesor en los alumnos. Entre los más citados está el capítulo que cuenta cómo Jacques llegaba indefectiblemente al Colegio a las nueve, averiguaba si había faltado algún profesor y, en caso afirmativo, iba a la clase, preguntaba en qué punto del programa se estaba, "pasaba la mano sobre su vasta frente y en seguida, sin vacilación, con un método admirable, nos daba una explicación de química, de física, de matemáticas en todas sus divisiones -aritmética, álgebra, geometría descriptiva o analítica, retórica, historia, literatura, ¡hasta latín!" Las clases del sabio profesor llegaban hasta motivar la confabulación de los alumnos para silenciar el timbre del bedel a fin de que no se cortara el encanto de una lección suya. "Adorábamos a Jacques -escribe Cané- jamás faltábamos a sus clases y nuestro orgullo mayor, que ha persistido hasta hoy, es llamarnos sus discípulos". Volvamos al principio de esta nota, a lo señalado en cuanto a un proceso de erosión del nivel medio de la enseñanza pública por efecto de la defección de los responsables y la acción de grupos seudo progresistas. Alertó una vez Manuel Sadosky que "si en un país se debilita por cualquier motivo la enseñanza secundaria, entonces se está debilitando el conjunto del país". Son palabras de un gran maestro que los dirigentes sociales deberían tener siempre en la memoria y atenderlas como a un mandato de su propia conciencia. HÉCTOR CIAPUSCIO (*) (*) Doctor en Filosofía Especial para "Río Negro"
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