Si los integrantes de las FARC fueran demócratas que se preocupan por su reputación pública, las marchas multitudinarias que se celebraron en toda Colombia el domingo pasado -se estima que participaron seis millones de personas en más de mil municipios- habrían resultado más que suficientes como para persuadirlos de que les convendría liberar en seguida a los aproximadamente tres mil secuestrados que tienen en su poder, pero sucede que desde hace años es evidente que no les importa para nada su escasa popularidad. Lo mismo que otros bandos terroristas como ETA, se imaginan miembros de una vanguardia iluminada pero incomprendida que no tiene más opción que la de utilizar métodos antipáticos para alcanzar sus objetivos. Puesto que a esta altura es virtualmente nula la posibilidad de que andando el tiempo una proporción mayor de los colombianos se comprometa con sus delirios "revolucionarios", sus actividades ya no tienen sentido, pero por desgracia las agrupaciones de este tipo se guían por una lógica especial que tiene muy poco en común con la de movimientos políticos menos violentos. Así las cosas, las manifestaciones gigantescas organizadas por los hartos de su crueldad podrían resultar contraproducentes porque los líderes de las FARC saben que de no ser por los secuestrados pocos les prestarían atención alguna, mientras que desde su punto de vista el que tanto sus compatriotas como muchos en otras partes del mundo estén dispuestos a movilizarse para repudiarlos les permite continuar desempeñando un papel significante en la política nacional e internacional.
Con todo, si bien sorprendería que las FARC se sintieran impresionadas por la hostilidad de los millones de colombianos que marcharon en su contra, por las declaraciones de mandatarios extranjeros como el presidente francés Nicolas Sarkozy o por la presunta voluntad reciente de su aliado venezolano Hugo Chávez de abandonarlas a su suerte, no pueden sino entender que su enemigo más decidido, el presidente Álvaro Uribe, disfruta del apoyo no sólo de una mayoría abrumadora de sus compatriotas sino también de muchos en el resto del mundo que hasta hace poco mantuvieron una postura ambigua como si en su opinión debiera limitarse a "negociar" con los terroristas en lugar de intentar eliminarlos con medios militares. De haber tomado en serio tales consejos Uribe, las FARC no estarían contra las cuerdas como en la actualidad sino que, como fue el caso antes de su llegada a la presidencia, se hallarían en condiciones de actuar como un movimiento político legítimo con derecho a gobernar partes del territorio colombiano.
Gracias a una serie de éxitos militares espectaculares y, desde luego, la liberación de la secuestrada más famosa, la política francocolombiana Ingrid Betancourt, se ha transformado la imagen internacional de Uribe quien, merced a la habilidad propagandística de los simpatizantes de las FARC, había sido hasta hace poco considerado un líder "derechista" y por lo tanto maligno, mientras que la de los "revolucionarios" se ha visto irremediablemente deslustrada. Aunque ya es tarde para que resulte decisiva la eventual colaboración de otros países de la región, entre ellos el nuestro, con Uribe en su batalla contra una agrupación criminal con pretensiones ideológicas, por lo menos serviría para que lo de la "hermandad latinoamericana" fuera algo más que una consigna hueca e hipócrita. El gobierno colombiano no tuvo otra opción que la de depender de la ayuda masiva estadounidense en buena medida porque los países "hermanos" no han querido colaborar con él en un conflicto contra terroristas despiadados que hoy en día se asemejan más a hampones comunes que a los "idealistas" acaso equivocados de la imaginación de muchos progresistas. Tal actitud puede atribuirse al miedo de ciertos mandatarios a ser criticados por militantes de la extrema izquierda antidemocrática, a la resistencia de otros a reconocer que en algunas situaciones una solución militar es la única viable y, en el caso de Chávez, el ecuatoriano Rafael Correa, el boliviano Evo Morales y el nicaragüense Daniel Ortega, al deseo de seguir desestabilizando a un gobierno democrático con la esperanza, por suerte vana, de verlo reemplazado por otro que comparta sus fantasías revolucionarias.