Si la forma circense en que la presidenta Cristina Fernández de Kirchner -rodeada como estaba en el Salón Blanco de la Casa Rosada de gremialistas eufóricos que coreaban su nombre- anunció la reestatización de Aerolíneas Argentinas y Austral es una señal de lo que les espera a las empresas, su futuro difícilmente podría ser peor. En un momento en que en el resto del mundo aerolíneas prestigiosas y bien manejadas están luchando por sobrevivir, un gobierno débil se ha encargado de dos que desde hace años están en apuros y que, de regir en nuestro país la rigurosa lógica económica que se aplica en otras latitudes, estarían entre las primeras en hundirse. Por lo demás, aunque Cristina afirmó que, una vez reordenadas Aerolíneas y Austral, llamaría a una licitación para convocar al capital privado, sorprendería que un inversor serio se sintiera tentado a arriesgarse comprando un paquete de acciones minoritario de empresas dominadas por sindicalistas revoltosos que quieren que queden en manos del Estado para siempre. Y como si esto ya no fuera suficiente como para disuadir a los capitalistas privados, mientras el gobierno no llegue a un acuerdo con aquellos acreedores que se negaron a aceptar el canje de deuda propuesto por el entonces presidente Néstor Kirchner, un juez extranjero podría ordenar la incautación de cualquier aparato de Aerolíneas o Austral que esté a su alcance, lo que reducirá al mínimo sus posibilidades de alquilar aviones.
Tenía razón la presidenta cuando les dijo a los sindicalistas que acababan de lograr su propósito de ahuyentar a los dueños españoles de Aerolíneas que "sólo ustedes pueden salvarla", pero pecaba de optimismo si creía que en adelante todos colaborarían con los esfuerzos por rescatarla. Luego de haber aseverado que la gestión estatal sería austera y por lo tanto se eliminarían los pasajes gratuitos que suelen recibir los familiares de los empleados, el ministro de Planificación, Julio de Vido, se vio constreñido a desdecirse, asegurándoles a los gremialistas que todo seguiría como antes, si bien podría terminar la práctica de repartir "pasajes de cortesía" a políticos, empresarios amigos y los integrantes de sus a veces nutridos séquitos. Sea como fuere, para conservar el apoyo de los sindicatos el gobierno tendrá que respetar todas sus "conquistas", porque de lo contrario se enfrentará con los mismos problemas que tantos dolores de cabeza les dieron a los españoles del grupo Marsans.
No pueden preverse los costos finales de esta aventura comercial kirchnerista, pero no cabe duda de que serán enormes y que los pagarán los contribuyentes. Para mantener una aerolínea de bandera que funcione de manera aceptable sería necesario invertir miles de millones de dólares, aun cuando todos los empleados se resignaran a privilegiar los intereses de la empresa. Sólo para renovar la flota de las empresas recién estatizadas sería preciso gastar 400 millones de dólares y, de aumentar la planta de empleados -ya cuentan con aproximadamente 10.000 y, según el nuevo gerente general de Aerolíneas, Julio Alak, en relación al número de aviones está entre las más altas del mundo entero- como suele suceder cuando se desprivatiza una compañía de este tipo, el costo global sería mucho más elevado ya que por motivos políticos el gobierno no sabría resistirse a las presiones sindicales. Por desgracia, lo mismo que sus equivalentes de Alitalia, aquí los pilotos, técnicos y empleados de tierra no están acostumbrados a preocuparse por las dificultades concretas que afectan a las empresas de las que dependen, de suerte que parece inevitable que Aerolíneas y Austral, que no se verán fusionadas como proponen los expertos en la materia, acumularán pérdidas abultadas.
Antes de llegar a esta instancia, el gobierno tendrá que alcanzar un acuerdo con los ex dueños, lo que no será nada fácil puesto que son muy grandes las diferencias entre ellos y el Estado sobre el valor de las empresas y lo que hay que hacer con las deudas pendientes. También le será forzoso conseguir la aprobación del Congreso, donde podrían aguardarle algunas sorpresas ingratas ya que son muchos los legisladores que no están convencidos por los argumentos que esgrime el gobierno para justificar el acuerdo con el grupo Marsans que tiene en mente.