Muchos creen que la derrota muy dolorosa que sufrió el gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner en su batalla contra el campo no sólo servirá para oxigenar la política nacional sino que también permitirá que la economía retome el vigor que mostraba antes del 11 de marzo, estimulada por el fin de la incertidumbre y por la venta de aproximadamente 40 millones de toneladas de granos que debido al paro no llegaban a los mercados. Es probable que esto ocurra en el corto plazo, pero sólo se trataría de un efecto pasajero, ya que en el marco actual el debilitamiento de una presidenta que con toda seguridad procurará recuperar la popularidad perdida gastando más no podrá sino tener consecuencias económicas negativas. Si bien dadas las circunstancias convendría a todos que el gobierno hiciera un esfuerzo auténtico por frenar la inflación, en los meses próximos le será mucho más difícil hacerlo de lo que le era cuando la mayoría aprobaba la gestión de Cristina y las expectativas aún eran positivas. Por lo demás, aun cuando el gobierno entendiera que un motivo por el que tantos habitantes de los centros urbanos se solidarizaron con el campo consistía en el malestar causado por los burdos intentos oficiales de hacer creer que era ficticio el aumento constante de los precios en los supermercados, una práctica que socavó la credibilidad de la presidenta y sus colaboradores, Cristina y su marido parecen estar convencidos de que reconocer que la inflación plantea un problema mayúsculo sería tomado por otra derrota. Por desgracia, no se equivocan: desde hace un año y medio han apostado su prestigio a que la tasa real de inflación converja con la versión fantasiosa confeccionada por el INDEC manipulado por el inefable secretario de Comercio Interior, el hiperkirchnerista Guillermo Moreno.

Conscientes de que el gobierno no está en condiciones de resistirlos con la firmeza de antes porque le es fundamental impedir la defección de quienes son integrantes imprescindibles del aparato kirchnerista, varios sindicatos poderosos están presionando por aumentos salariales significantes. Como no pudo ser de otro modo, los más activos son los camioneros de Hugo Moyano, un aliado clave de los Kirchner, algunos de los cuales ya consiguieron últimamente mejoras de entre 1.400 y 1.600 pesos mensuales que en adelante se espera extender a todos los afiliados del gremio. Huelga decir que los logros de los camioneros han alentado a sindicalistas de otros rubros, en especial de los liderados por quienes se oponen a Moyano y por lo tanto quieren mostrar a sus seguidores que saben ser igualmente eficaces cuando es cuestión de luchar por conquistas materiales. Como los camioneros, los jefes de una gama cada vez más amplia de sindicatos están insistiendo en que los aumentos que pactaron hace algunos meses ya se han visto eliminados por la inflación. No sorprendería, pues, que pronto se concretara una ofensiva salarial generalizada justo cuando el gobierno no puede correr el riesgo de enfrentarse con compañeros que, entre otras cosas, esperan ser premiados por sus aportes a las concentraciones públicas que fueron convocadas por el ex presidente Néstor Kirchner con el propósito de persuadir a legisladores vacilantes de que el pueblo trabajador lo acompañaba en su cruzada contra "la oligarquía" chacarera.

Además de creerse obligado a aplacar a los sindicalistas, trátese de amigos o adversarios, el gobierno querrá congraciarse con el resto de la sociedad con medidas destinadas a estimular el consumo que de resultas del conflicto con el campo ha bajado de forma notable, sobre todo en el interior del país pero también en la Capital Federal y el conurbano bonaerense. Tal estrategia entrañará muchos peligros. Aunque la economía se ha enfriado debido al conflicto, tratar de recalentarla no ayudaría a frenar la inflación. Por el contrario, contribuiría a impulsarla todavía más. Uno de los escasos beneficios del paro agrícola consistió en que al enfriar la economía restó fuerzas a la inflación, pero el efecto así supuesto pronto dejará de hacerse sentir, de ahí el riesgo de que por motivos políticos comprensibles el gobierno eche más leña a un fuego que ya antes de iniciarse la pelea con los productores rurales amenazaba con convertirse en una conflagración destructiva.