Una querida amiga me cuestionaba con buena onda que me gustaran las canciones en inglés, concretamente las norteamericanas de la década del '50, interpretadas por grandes cantantes acompañados por grandes orquestas. El quid de la cuestión era cómo podía gustarme algo que supuestamente no comprendía al no conocer aquel idioma.
El razonamiento implícito encierra la definición de que lo que es posible apreciar o gustar en materia de canciones -esto es, que lo que es digno de ser apreciado porque puede producir placer estético musical- debe estar en el idioma que se conoce.
De este modo, la canción impresionará al oyente porque éste conoce uno de los dos códigos intervinientes -el conceptual basado en el lenguaje- y halla su sentido a partir de su significado denotado. En cambio, si no se conoce el idioma en que se canta la letra de la canción, no habrá posibilidad de apreciación estética.
Por un lado, así se afirma implícitamente que la apreciación no es determinada automática y unidireccionalmente del objeto al sujeto estético sino que es éste quien llama o pone interés en cierta clase de mensajes que puede decodificar, lo cual es cierto y explicaría por qué una canción en cualquier idioma puede ser tarareada y silbada aun sin conocer su letra -si es que la tiene- mientras está de moda y, más tarde, mientras dure la memoria de quien lo haga.
En consecuencia, también se afirma implícitamente que una composición musical ligera del tipo de las canciones pero sin letra no producirá apreciación estética pues no contiene mensaje explícito.
Lo que acabo de relatar es una forma generalizada del pensamiento ingenuo referido tanto al conocimiento en general como al del arte y la estética.
Conocimiento sería, así, aquello que se puede conocer, y en este caso la petición del principio estaría disculpada pues el conocimiento dependería de nuestra capacidad de comprender el código interviniente para traducir mentalmente y automáticamente el mensaje existente: resultaría entonces una forma ligera, casi intuitiva de conocer.
Así, arte sería aquello que ya está en uno -aunque no esté en todos por causa, por ejemplo, de la ignorancia de un idioma- y, obviamente, el arte sería conceptual exclusivamente, con lo cual se complicaría nuestra concepción de base al respecto.
Por fin, la estética se compondría exclusivamente de formas figurativas de fácil comprensión semántica: por ejemplo, un término comprendido equivaldría automáticamente a una idea y toda idea se basaría en un término.
El problema de este tipo de concepción estriba en que cualquier estetización sólo sería posible de una única manera y con cierta clase de objetos y soportes de significado y no con todos.
Obviamente, no nos hemos referido hasta ahora a la dimensión sonora de la canción por aplicarnos a un contenido simbólico escueto como una canción -cuyo centro está en el contenido semántico- en lugar de una sinfonía o una ópera que van más allá de ese alcance. Si aplicáramos a la música en sentido amplio aquella preceptiva en germen -la de mi amiga-, la música como expresión humana compleja y profunda no tendría ese carácter indiscutido de universalidad que permite que a los japoneses les guste la música de tango y el Va pensiero (como pura melodía) lo mismo que a cualquier italiano, argentino, europeo o africano. Por supuesto, siempre refiriéndonos a personas que han escuchado alguna vez esa parte de la ópera de Verdi, aun sin entender la eventual parte cantada por el coro en un idioma desconocido y, de suyo también, a ciertos niveles de calidad de composición y de interpretación.
Que aquella composición musical nos ponga la piel de gallina al escucharla -aun en un estadio de fútbol y sin estar vestidos para la ocasión- incluso desconociendo su maravillosa letra es evidencia de que el conocimiento es posible por múltiples formas y vías de aproximación.
Las impresiones que nos produce la interacción con un objeto o cosa externa y aun con elementos intangibles o interiores como, por ejemplo, un recuerdo o un aroma de perfume, pueden ser múltiples -básicamente, sentimientos, emociones y sensaciones- y susceptibles todas de ser desglosadas en su variedad, profundidad y calidad estética -e incluso ética- ya que pueden incardinarse en los infinitos grados posibles, es decir, contingentes de la subjetividad humana.
Ese universo especial de estímulos y reacciones del alma y la piel, con su impronta de satisfacción y rechazo, de gratificación y dolor, de belleza y fealdad, de bien y de mal, son formas de las impresiones de todo tipo que produce también el conocer de otra manera que no sea sólo ni exclusivamente la del discurso lingüístico.
Que eso es conocimiento lo prueba el hecho de que en ese pasaje empírico-dialéctico que es la apreciación del arte tanto el sujeto como el objeto se transforman mutuamente. Si no, ¿cómo es posible que el cuadro de una mujer hoy desconocida y lejana y hasta de dudosa existencia real posea tanta virtualidad significativa que se siga hablando de él y aumentando constantemente sus diversas clases de valores después de casi quinientos años?
Por cierto, me he referido separadamente a los mensajes y a la música como vías de apropiación estética -otra forma del conocer-. Ahora bien, piénsese entonces cuánto más posible y profundo será el conocer por medio de diversas vías sensibles asociadas. De este modo, cuando se escucha una canción de Frank Sinatra -por ejemplo, Extraños en la noche- no sólo se aprende a reconocer el idioma inglés -aunque no se lo comprenda- "distinguiendo" cierta sonoridad singular de la pronunciación de los vocablos. También se aprende a adaptarse a un tipo especial de musicalización orquestal que incluye una particular disposición estética visual del concierto, la cual a su vez se basa en una particular y definida concepción artística en sentido global que se diferencia totalmente de cualquier otro estilo de interpretación. Y ello aproxima a una particular sonoridad musical que se atribuye al "sonido Sinatra", es decir, al individuo artista.
Por último, o tal vez no, en la apreciación estética de una canción como la citada interviene un mundo de estímulos provenientes de lenguajes y estéticas diversos que atraerán a quienes posean el humus fértil de la tierra del alma y que hallan su origen tanto de la interioridad como de la exterioridad, de la atemporalidad como de la época; es decir, en lo pequeño está presente la totalidad... mejor dicho, lo que constituye la totalidad consciente de cada uno y aquella que aún no le ha sido autorrevelada.
CARLOS SCHULMAISTER (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Profesor de Historia