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Tras el así llamado "conflicto del campo" se ocultan ánimos, alineamientos ideológicos y de clase, posiciones políticas, historias de enfrentamientos y otras cuestiones menores y no necesariamente negativas. Convengamos que una absoluta "unidad nacional" suele ser falsa y que es natural que en las sociedades existan diferencias y divisiones de todo tipo. Es plausible pensar, sin embargo, que las cuestiones impositivas que estaban en la superficie del conflicto del campo han derivado hacia una superposición confusa de sentimientos que se disparan agresivamente, excitados por los estilos, modos y contenidos del discurso oficialista y de sus contendientes. A ellos se agregan algunas acciones presidenciales que no ponen ningún cuidado en exaltar los aspectos más agresivos de intereses contrarios y en la clara expresión de objetivos para sostener y acrecentar poder político. En ese conglomerado emocional está asomando, en versión todavía no demasiado patética pero ya amenazante, la más misteriosa y sagaz de las pasiones negativas: el desprecio. Un desaire perpetuo y dirigido, el desconocimiento o la ignorancia voluntaria y consciente del prójimo, tenerlo en poco o nada; ese sentimiento negativo que considera que una, varias o muchas personas son indignas de estima: todo eso es el desprecio, término que tiene un pesado acople dramático, porque el odio suele ser concomitante, paralelo y contemporáneo del desprecio. Sin embargo, hay enemigos dignos de ser odiados, pero nunca despreciados. El desprecio excluye el orgullo de tener buenos enemigos o la consideración del adversario. El desprecio asume distintas formas de desdén y negación de todo reconocimiento: puede ser social, clasista, sectario o religioso, político o ideológico. Se traduce en acciones penosas, humillantes para el destinatario y tristes para quien las realiza. Un frecuente modo, con selectividad perversa, es el "ninguneo", término no demasiado usado en el lenguaje sociológico quizá porque sus consecuencias son crueles en extremo y están enmarcadas en las relaciones interindividuales. El ninguneo, algo parecido a la desaparición moral de la víctima, se parece a lo que en el pasado constituía una norma del derecho positivo: la muerte civil en el más antiguo derecho romano. Era una ficción de la ley que consistía en considerar, a los efectos del derecho, a una persona como si estuviese muerta, incluso aunque se tuviera la certeza de que estaba viva. La condición de "desaparecido", tan argentina, roza este concepto de vieja raíz jurídica. Ahora bien, cuando estas acciones se hacen habituales en el comportamiento social, hay tiempos de desprecio. Entonces se establece una cultura de mutuos desprecios. Toda forma de desprecio, si éste interviene en la vida política, prepara o instaura el fascismo, advertía Marcel Camus. Entonces las masas comienzan a negar todo lo que les parece opuesto a sus instintos y preferencias. Sin motivaciones racionales buscan y encuentran el objeto de su desprecio, a menudo simples chivos expiatorios; esto es el hacer caer sobre un individuo o un grupo o un sector de la sociedad una culpa colectiva, aun cuando éstos no tengan responsabilidad alguna. El desprecio desde el poder como elemento común de las pasiones sociales y el comportamiento que provocan son signos de las sociedades dominadas por un poder sin restricciones, hegemónico y excluyente. Hitler y los dictadores, o los pretendientes a serlo, sentían deprecio por quienes no pensaban como ellos, por quienes no se sometían a su designio arbitrario y enfermo de soberbia. Pero la maldad absoluta, la esquizofrenia y la patología extrema del poder no están al alcance de cualquiera y no cualquiera puede, aunque quiera, ser un Hitler o un Stalin. Las psicopatías del tirano tienen grados y variantes: están también los tiranos latentes, los meros pretendientes, los dictadores moderados por la resistencia de sus adversarios y los poderosos débiles que no reúnen las condiciones extremas para ser auténticos y exitosos tiranos, ni por sí mismos ni por las circunstancias sociales o políticas de los pueblos en los que desean instalarse. En la historia argentina hay muchos ejemplos de tiempos de desprecio. Para no ir demasiado atrás, el ejemplo más cercano lo descubrimos en los años inmediatamente previos a la dictadura instaurada en 1976 y durante ella y la consiguiente violación de los derechos humanos que promovió y ejecutó. Pero el desprecio está siempre presente, agazapado muchas veces o mostrándose tras el discurso fácil del demagogo populista. Hoy aparecen sus amenazas desde distintos flancos. Mencionaré -y la lista no es excluyente-: a) el desprecio del gobierno por el disenso, por quienes no piensan o actúan según sus órdenes y objetivos; b) el desprecio de clase; c) el desprecio al extranjero propio de los nacionalismos hostiles y d) el desprecio de los resentidos, que llega a cualquiera de las clases sociales: la zorra que no alcanza las uvas las desestima por verdes. El desprecio generalmente se encarna por quienes lo exacerban. Son personajes de parecidas y similares características: el demagogo, el dirigente oportunista, el caudillo, el jefe mesiánico. Entonces las masas ya no son revolucionarias ni rebeldes; dejan de dirigirse a sí mismas y, aunque creen asumir un papel protagónico detrás de su jefe conductor, en realidad se engañan, porque el jefe sólo usa las masas como instrumento para acrecentar lo único que en verdad le importa: el poder. Y surgen las voces astutas que alaban el desprecio. Éstas también pueden sonar bien y suelen ser muy atractivas. Siempre hay oídos preparados para ser seducidos por estas voces del ultraje, afirmaba Bertolt Brecht. La quema de libros, la censura de ideas y la consiguiente represión, las prohibiciones y sanciones contra los espíritus libres e independientes, la negación de lo individual e intransferible: he ahí las expresiones del desprecio. Brotan el conformismo, el fanatismo y la servidumbre voluntaria. Los que se desprecian a sí mismos, en las épocas que van previendo la aparición de las culturas del desprecio, suelen ponerse al servicio incondicional del poderoso. Los conformistas, los aduladores, los sumisos, sirven las instrucciones y la orden del amo. Y terminan siendo despreciados por sus propios amos. No hay ser humano que no sienta desprecio por los incondicionales. El tirano termina, en sus tiempos finales, reprochando una sumisión eficiente en sus seguidores incondicionales mucho mayor que lo que éstos pueden dar. La masa que desprecia no ve a los otros; es una suma de soledades. Sus efectos expansivos originan, como en una cadena interminable, otros desprecios. Lo terrible del desprecio es esa continuidad eslabonada que origina sucesivos desprecios recíprocos. Pero el desprecio es incompatible con una sociedad heterogénea y plural. Termina en autoritarismo y tiranía. Esta imposible sociabilidad que engendra desemboca en una crisis, inevitablemente, después de la cual hay que reconstruir la sociedad plural perdida. Ésa es una tarea difícil, y el desprecio se hace recurrente. A veces es un comprensible método de defensa de los espíritus libres, que se refugian en el silencio, el escepticismo y la ironía. Pero, como decía Chateaubriand, "hay que usar el desprecio con mucha economía, dado el gran número de los que lo merecen". OSVALDO ÁLVAREZ GUERRERO (*) Especial para "Río Negro" (*) Ex gobernador de Río Negro y ex diputado nacional por la UCR
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