Cuando se habla de juegos olímpicos, los amantes del deporte instantáneamente recuerdan las grandes proezas de atletas como Jesse Owens, Mark Spitz, Bob Beamon, Abebe Bikila, Nadia Comaneci, Carl Lewis, o Michael Phelps. Si de nuestros deportistas se trata, es imposible olvidar el ingreso triunfal del maratonista Delfo Cabrera al estadio de Wimbledon en Londres 1948 y la emoción desbordante por las recientes -y nunca suficientemente ponderadas- preseas doradas obtenidas en Atenas 2004 tanto en fútbol como en basquetbol.
Más allá del imponente escenario deportivo que cada cuatro años convoca a cientos de millones de personas, cada cita olímpica tiene tras de sí una trastienda política.
Lejos están aquellos años en que el barón Pierre de Coubertin (1863-1937) pregonaba que "el olimpismo es la avidez por saborear la plenitud de una cultura que confiere sentido a la vida, al oponer a la natural debilidad del hombre la confianza en la grandeza de su destino". Gracias a su gestión se pudieron concretar los Juegos Olímpicos de París 1900, que duraron cinco meses y fueron conocidos como los más desorganizados de la historia. A pesar de ello pudo instalar la piedra basal para que el movimiento olímpico resurgiera y se mantuviera vivo hasta estos días.
Mas, a poco de rememorar cada Juego Olímpico, observaremos que la coyuntura política de la época siempre merodeó sobre la justa deportiva. Así en 1908, los atletas irlandeses, molestos con el Reino Unido por negarle la independencia, no concurrieron a Londres.
Con las Olimpíadas de Berlín 1936 se dio un vuelco al concepto aristocrático del olimpismo. El régimen nacional socialista del Tercer Reich utilizó el deporte como pantalla de su nefasta propaganda hasta que el atleta negro Jesse Owens silenció con sus medallas la intención de Hitler de exaltar las supuestas virtudes de la raza aria.
Después de la guerra se celebraron en Londres, tras un paréntesis de doce años, los Juegos Olímpicos de 1948.
A partir de los de 1968 en México la política se enquistó definitivamente en el deporte a través de los reclamos educativos de los universitarios de ese país y la manifestación, en el podio, de tres americanos que con puño cerrado y guante negro reivindicaron el "black power".
En Munich 1972 se produjo el asesinato y secuestro de deportistas israelíes por grupos revolucionarios palestinos que sembraron pánico en toda la comunidad internacional.
En 1976 en Montreal por el apartheid de los países de Sudáfrica y el Caribe muchos atletas se vieron privados de participar en el evento.
En 1980 en Moscú, Estados Unidos y los países bajo su órbita boicotearon los Juegos por la invasión soviética a Afganistán. La misma moneda fue devuelta por los países socialistas de aquel entonces en los juegos de Los Ángeles 1984.
En Seúl 1988 Ben Johnson fue descalificado por doping y un nubarrón se cernió sobre los laboratorios y las empresas de indumentaria deportiva.
¿Qué nos depara Beijing 2008?
China resumió en dos palabras su solicitud de ser sede de los Juegos Olímpicos: reforma y apertura.
Es evidente que los argumentos que convencieron al Comité Olímpico Internacional para adjudicar la localía del gigante asiático no son de índole deportiva sino política y económica.
También es cierto que el cónclave ecuménico deportivo ha puesto a China ante los ojos del mundo, con sus virtudes y sus flaquezas, desde mucho antes del puntapié inicial que tendrá lugar el 8 de agosto.
En marzo pasado, cuando los monjes tibetanos recordaron las revueltas que forzaron al Dalai Lama a exiliarse en la India hace casi cincuenta años, la dispersión de la protesta derivó en represalias que repercutieron en todo el mundo.
Desde las marchas por la democracia en 1989, en forma casi simultánea con la matanza de la plaza de Tian'anmen y la caída del Muro de Berlín, la impertérrita paz de la Ciudad Sagrada de Lhasa -Capital del Tíbet- no se veía turbada, como en esta ocasión, por tiroteos y destrozos.
En dicho lugar la brecha entre ricos -chinos- y pobres -tibetanos- es mayor que en cualquier otra ciudad china.
Las autoridades chinas se apresuraron a declarar que las fuerzas de seguridad no habían abierto el fuego y que, en realidad, todo era obra de un espíritu demoníaco.
El dedo inquisidor del Partido Comunista se posó entonces sobre el líder espiritual de los tibetanos -el Dalai Lama- provocando que estos últimos se unieran en el reclamo de autodeterminación (no de independencia, como sucede con Taiwán).
La protesta se tradujo, diez días después de los disturbios, en el repudio al régimen chino en Londres, punto de partida del derrotero de la antorcha olímpica. Con él surgieron no sólo las airadas quejas por el sometimiento del Tíbet sino también por la violación de los derechos humanos en todo el país y por la connivencia del régimen chino con hacedores de masacres, como los gobiernos de Sudán y de Myanmar (ex Birmania); ello por cuanto el poder de veto de China como miembro permanente de Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas no posibilitó intervenciones que habrían podido salvar cientos de vidas.
Quizá por eso el secretario general de las Naciones Unidas, el surcoreano Ban Ki Moon, adujo que por "razones de agenda" no asistirá a la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos. Tampoco irán a dicha presentación el primer ministro británico Gordon Brown ni la canciller alemana Angela Merkel.
Estos mandatarios no han impedido que sus deportistas compitan, como sucedió en los pre-referidos boicots olímpicos, sino que se han solidarizado con los tibetanos y las otras minorías étnicas por medio de la inasistencia a la fiesta de apertura.
En esta edición de los Juegos Olímpicos China se propone propagandearse como un estilo de vida ejemplar, algo así como la exaltación del capitalismo dentro del comunismo, sin desórdenes, ni homeless, ni disidentes religiosos o políticos ni otros "conspiradores" de la modernidad.
Esa supuesta imagen de prosperidad precisa de un marcado control estatal.
Tanto el Tíbet como Taiwán -con su declaración para ingresar a las Naciones Unidas- ponen en discusión la unidad territorial de un país donde viven 1.000 millones de pobres, de los cuales 300 millones ganan menos de un dólar por día.
Semejante iniquidad en un territorio tan extenso es una larga mecha que en cualquier parte de su trayecto puede encenderse.
Frente a este escenario el fantasma del desmembramiento soviético está latente. Tal vez sea el costo de la reforma y de la apertura de China no hacia afuera de sus límites sino hacia adentro de su propia geografía. Ello, no por razones deportivas sino ante todo políticas y económicas.
MARCELO ANTONIO ANGRIMAN (Abogado. Profesor Nacional de Educación Física. Autor de "Preguntas y respuestas de legislación de la actividad física, escolar y deportiva")
Especial para "Río Negro"