Exactamente 115 días ocupó el primer ministro belga Yves Leterme su cargo antes de tirar desesperadamente la toalla.
Había necesitado 286 días, el período más largo de incertidumbre política en este pequeño reino, para formar un gobierno que tardó poco en caer.
Con la renuncia de Leterme, la crisis vuelve con nueva fuerza.
El fin (en francés "le terme", como recordó ayer el diario belga "Le Soir") se acercaba inexorablemente.
El periódico de mayor tirada en el país, "Het Laatste Nieuws", resumió la situación tras el acto desesperado del primer ministro con dos palabras: "Caos total".
Nadie en Bélgica sabe cómo y cuándo el país podrá salir de esta crisis. "¿Qué conejo sacará de su galera el rey Alberto?", se preguntaba la televisión flamenca VRT.
El monarca se reunió en la noche del lunes con Leterme y varios líderes políticos sin aceptar la renuncia.
"Si el primer ministro Yves Leterme no puede resolver la crisis debe haber nuevas elecciones", reclamó la líder de los socialistas flamencos, Carolinne Gennez.
En realidad, Leterme agravó la crisis: la promesa con la que reunió a los cinco partidos de la coalición fue la de presentar antes del 15 de julio una reforma del Estado capaz de lograr el consenso.
Pero la reforma, que debía solucionar la disputa entre los belgas de idioma flamenco y francés, brilla por su ausencia. Y esto amenaza con hundir a Bélgica en un problema de difícil solución, pues el Tribunal Constitucional dictaminó en el 2003 que antes de que se celebren elecciones parlamentarias debe haber una solución para el distrito multilingüe de Bruselas-Halle-Vilvoorde. Es decir, no hay elecciones sin reforma. Y sin elecciones no hay nuevo gobierno.
Pero con el gobierno de Leterme tampoco hay reforma: el demócrata cristiano debe buena parte de su contundente victoria electoral del 10 de junio de 2007 a los nacionalistas flamencos del NV-A y Leterme no está dispuesto a irritar a este aliado, que hasta ahora rechazó cualquier acuerdo entre la coalición de conservadores y liberales de ambos cantones con los socialistas francófonos.
El partido separatista Vlaams Belang, todavía un poco más radical que el NV-A, se frota las manos ante lo que percibe como el principio del fin de la nación belga y la posibilidad de que el próspero Flandes declare su independencia.
La mayoría de los belgas es sin embargo favorable al mantenimiento del Estado en su forma actual, aunque la frustración por la crónica crisis va en aumento.
Por el momento los políticos belgas carecen del coraje necesario para emprender una fuga hacia adelante. Unos pocos proponen tímidamente que los partidos compitan en todo el país como un solo distrito electoral, lo que satisfaría la demanda del Tribunal Constitucional y obligaría a las fuerzas políticas a luchar por el voto de todos los belgas en lugar de su tradicional clientela regional.
Pero la lógica del amigo-enemigo es para muchos la garantía de su supervivencia política.
ROLAND SIEGLOFF
DPA