El Parlamento argentino ocupa el centro de la escena política; desde la Presidencia se encendió el motor legislativo para canalizar un grave conflicto de intereses con un sector productivo. Con el ingreso de la Legislatura, la cabeza del Ejecutivo optó por tensionar una relación que al día siguiente de las elecciones del 28 de octubre de 2007 parecía contar con el mejor de los futuros. Es que a partir del 10 de diciembre pasado nació el "gobierno unido" más formidable de nuestra historia de veinticinco años de democracia electoral. Y no había duda de ello: un número importante de los asientos de ambas cámaras estaba ocupado por diputados y senadores que respondían a la casa presidencial. En Diputados, media docena de bloques menores y el más numeroso de raíz peronista aseguraban al oficialismo una holgada mayoría. Mientras tanto, la oposición parlamentaria se debatía entre una mayor fragmentación y la impotencia legislativa. En Senadores, las ventajas eran iguales o mayores para el oficialismo y le daban mayor solidez a ese gobierno unido.
Junto a ese gobierno unido en diciembre del 2007 alumbró el tercer presidencialismo de coalición de nuestra historia. En el concertacionismo presidencial había un parecido de familia con el que dio origen al primer peronismo hace sesenta años, tomando distancia del otro modelo de la Alianza de 1999. Hoy este esquema parece debilitado por algunos tonos disonantes del vicepresidente, aunque no necesariamente una experiencia terminada. Es que el coalicionismo presidencial no sólo refiere al lugar y a la identidad diferenciada del segundo del Ejecutivo con respecto a su máximo titular: también se destaca por el montaje de una coalición parlamentaria. Lo cierto es que, a pesar de las deserciones en la reciente votación en la cámara baja, el oficialismo conserva el ánimo coalicional de sus primeros días. De hecho, ese consorcio montado por los Kirchner con sus socios radicales que incorporaba otras piezas sueltas de los restos del Frepaso, el ARI y algo de los socialistas de variadas cepas, para que sea tal primero fue una coalición entre peronistas, convertidos muchos de ellos al nuevo credo kirchnerista.
Esa fórmula coalicional resulta mayor si sumamos a esa idea de gobierno unido la adhesión de las administraciones provinciales. Ese coalicionismo de ejecutivos parece aún vivo a pesar de las desafecciones de algunos gobernadores y muchos jefes municipales.
Al momento, el Parlamento cubrió la mitad del recorrido en su trabajo legislativo. Ahora es el tiempo del Senado. Diputados y senadores asumieron la "soberanía política" reclamada por la mayor parte de los actores corporativos del mundo rural enfrentados a la política oficial desde el 11 de marzo. También por parte de la oposición parlamentaria, que ahora vio la oportunidad de asumir una potente voz, muy distinta de la de hace tres meses cuando quiso impugnar la resolución 125 y sólo reunió algo menos de la mitad de los votos con respecto a los que se alzaron en la reciente votación, mientras otra mitad se mostró desinteresada al respecto. Ahora se proponen ocupar el único lugar que les cabe como efectiva oposición, dejando de lado -provisoriamente- un discurso de manual favorable a la división de poderes. Efectivamente, los sectores enfrentados a la administración de Cristina Fernández se han alejado del modelo formulado hace más de dos siglo por James Madison, que entendía que la función de control estaba en poderes divididos y la lógica de los pesos y contrapesos, aceptando entonces la perspectiva realista de que la función de control está en la dinámica oposición-gobierno.
A ocho meses de iniciada esa experiencia de gobierno unido junto al coalicionismo presidencial, y ante el primer capítulo parlamentario por el tema de las retenciones, parece primar más una legislatura negociadora que la realidad de un parlamento sumiso ante la agenda presidencial. La suma de concesiones al sector agrario dentro del proyecto original presentado por el oficialismo -aun con sus imperfecciones- y votado por sus diputados marca una distancia considerable respecto de esa fórmula lanzada por el cuadro opositor de pensar la escena legislativa como una mera escribanía.
Como toda legislatura negociadora, acepta cierto comportamiento "parroquial" de algunos de sus parlamentarios que definen el voto por lo que obtienen para sus respectivos distritos, consciente de que con ello favorecen la estrategia presidencial. En el fondo ese parroquialismo es del mismo calibre que el exigido por los actores corporativos en confrontación con el gobierno. Si bien este tipo de conductas contiene el riesgo moral de prácticas venales -por caso el pago de sobornos del 2002- importa más por perder de vista la representación política como una necesaria "ficción" que toma distancia de las partes con la exclusiva pretensión de mediar e incluir los intereses de un "todo" y no la "representación" directa sin mediaciones de una "parte". Vale recordar que ese todo es expresión de una comunidad mayor -la Nación- que la suma de sus "pueblos".
Nunca mejor destacar esa fórmula básica de la representación política predominante en las democracias modernas para alejarnos de un modelo contenido en expresiones del tono "sólo represento a mi lugar" -desde el lado del representante- o "si no se vota lo que quiere mi localidad, que se disuelva el Congreso y elijamos otros legisladores" -dicho por los representados-. Ambas maneras, con las pretensiones de una "mejor y mayor representación", asumen el tono prepolítico y hasta antipolítico del unanimismo primarizado de la democracia directa. Llevadas esas ideas a un plano operativo, lo único que harían sería poner fin al sentido de toda comunidad política. Y la representación política vino a contener esos riesgos.
GABRIEL RAFART (Profesor de Derecho Político )
Especial para "Río Negro"
de la UNC