Domingo 13 de Julio de 2008 Edicion impresa pag. 43 > Cultura y Espectaculos
LA PEÑA: Me hubiera gustado

Ayer, sí ayer, me hubiera gustado estar después de tantos años en la fiesta de cumpleaños de mi pueblo. No fue un cumple más porque llegó nada menos que a los 350 años de vida, cifra que no desentona para nada con el resto de los pueblos y ciudades del norte argentino.

Andalgalá se llama mi pueblo, tal vez ni le suene, o tal vez sí, es de esos lugares que en tres siglos y medio crecieron menos que una ciudad importante de la Patagonia. Cualquier ciudad de esta parte del país, con unos cien años de vida es más grande que el lugar donde nací.

Pero qué importa si uno siempre lo lleva en el alma, es como un sello inviolable de por vida eso de haber nacido en... Porque pasarán años y más años y uno siempre llevará su origen en el corazón. Siempre se vuelve, siempre se sueña con algún rinconcito del pueblo donde nacimos.

Y Andalgalá, al oeste de la capital de Catamarca, es una ciudad hoy, chiquita, pero ciudad al fin, donde las calles de tierra siguen siendo mayoría, donde los naranjos silvestres reinan en las calles, donde se respira modestia y se acumulan las ilusiones, donde se presume de ser un pueblo minero, donde abunda el oro, la plata, el zinc, la piedra semi preciosa rodocrosita. Pero nada de eso se traduce en más que en unas cuantas camionetas 4x4, regalías de poca significación y algunos puestos para obreros locales.

Eso de pueblo minero es cierto, pero se ve poco. En realidad fue el sueño de un pueblo que siempre supo que en sus entrañas había oro y mucho más de esas cosas. Pero nunca supo explotarlas ni tuvo con qué hacerlo. Apenas si la ilusión se mantuvo en pie hasta que empresas foráneas decidieron poner manos a la obra. Y una cosa es lo que la gente cree que es el pueblo y otra muy distinta lo que realmente es.

Porque Andalgalá es la magia resumida de las montañas casi en la esquina de cada calle, es el afecto de la gente, el saludo a cada paso, la escuela provincial que mantiene su fachada original, la iglesia donde los casamientos tienen cientos de espectadores en la puerta, donde las siestas son más largas, donde se respira folclore, donde una vuelta al centro es una vuelta a la plaza, pero caminando.

Eso es lo que vale de este pueblo, porque en definitiva es lo que siempre queda. Los minerales se agotan como el petróleo en Huincul o en Catriel, que ya saben lo que es depender de esas cosas.

Lo que vale es lo que se respira, lo que vale es el esfuerzo de quienes a diario llevan adelante el objetivo de vivir, ni más ni menos que eso, vivir.

Andalgalá es de esos pueblos escondidos en un rinconcito lejano, pero que se llevan en el alma. Es de esos pueblos que antaño tenían más que lo que hoy tienen, pueblos donde el tren los dejó de a pie, pueblos donde siempre esperan que vuelva, pueblos donde las bodegas de otros tiempos sólo son fachadas convertidas en monumentos históricos.

Son pueblos de los que en este país seguramente hay muchos, pero que existen gracias a los sueños, a los que se niegan a la derrota, gracias a los que se atreven a imaginar algo mejor, de los que cambian asfalto por tierra, de los que cambian minería por trabajo, pero de los que no cambian nunca su forma de ser.

Sin apuro, así vive la gente en Andalgalá, el pueblo que espera, que siempre espera por cosas que tardan siglos.

Ayer, mi pueblo cumplió 350 años y sigue esperando que alguna vez le toque crecer, que le llegue el verdadero despegue, aunque los que lo sentimos nos preguntemos para qué si así nos llena el alma con sólo imaginarlo.

 

JORGE VERGARA

jvergara@rionegro.com.ar

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