Desde hace casi cuatro meses, es penosamente evidente que el gobierno kirchnerista no entiende que la agricultura es de importancia fundamental para la Argentina y que por lo tanto les convendría privilegiarla. Tan virulentos son los prejuicios contra el campo, que los voceros oficiales hablan como si a su juicio sus productos fueran una plaga que está devastando el país al cubrirlo de "yuyitos" dañinos, aunque cuando se dirigen a un público extranjero suelen asumir una postura triunfalista al hacer alarde de la capacidad del campo para alimentar a varios centenares de millones de personas. Las contradicciones así supuestas se hicieron patentes cuando, en la reunión de los presidentes del Mercosur que se celebró hace poco en Tucumán, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner denunció "la timba de los alimentos" que según ella pone en peligro "la mesa, la soberanía alimentaria de nuestros pueblos" para después afirmar que la Argentina disfruta de "soberanía alimentaria total". También aseveró que los aumentos recientes de los precios no se deben al mayor consumo de China y la India, sino a las actividades de especuladores: es de esperar que no esté en lo cierto, porque si sólo se trata de una burbuja especulativa podría estallar en cualquier momento, lo que privaría al gobierno de su fuente principal de ingresos, pero parecería que la presidenta no cree a pie juntillas en la teoría que ensayó, ya que minutos más tarde informó a los presidentes mercosureños que los precios elevados actuales de los alimentos nos ubican frente a "una oportunidad inédita, si la sabemos aprovechar", con la venta de nuestros productos en los mercados internacionales. Sin embargo, tanto es el desprecio que siente Cristina por el campo que su propio gobierno, como el de su marido, nunca ha vacilado en castigarlo con medidas destinadas a reducir las exportaciones y de tal modo dejar pasar aquella "oportunidad inédita".
Huelga decir que los demás mandatarios del Mercosur no comparten la actitud autodestructiva de los Kirchner, razón por la cual el uruguayo Tabaré Vázquez y el brasileño Luiz Inácio "Lula" da Silva rechazaron de plano la propuesta de Cristina de que el remedo local de la Unión Europea avalara las retenciones a las exportaciones de granos. Puede que, a pesar de las dificultades que les haya ocasionado la merma de las exportaciones argentinas de trigo, les guste a nuestros socios que el gobierno de Cristina se haya enemistado con el campo -en Uruguay los humoristas dicen que Néstor Kirchner es el mejor ministro de agricultura de toda la historia de su país-, pero no tienen ninguna intención de procurar asfixiar, por motivos ideológicos oscuros, un sector que les es clave para el desarrollo económico nacional.
Por el contrario, están resueltos a fomentarlo. A mediados de la semana pasada, el gobierno brasileño anunció la puesta en marcha de un plan agropecuario ambicioso cuya finalidad es convertir a su país en lo que Lula calificó de "el granero del mundo", un título honorario que un siglo atrás ostentaba la Argentina. Se prevé que la próxima cosecha de granos de nuestro vecino supere los 150 millones de toneladas y que los siguientes sean aún más abultados. Para impulsar la producción, Brasil invertirá 48.000 millones de dólares estadounidenses en créditos subsidiados y, por si el boom se desinfla, precios mínimos. Como saben muy bien los brasileños, es perfectamente posible que el precio de la soja caiga abruptamente de su nivel estratosférico actual, de suerte que sería un error imperdonable apostar a que siga subiendo indefinidamente y por lo tanto hacer dependiente de ella programas sociales costosos, aunque felizmente para ellos y, se supone, para nosotros también hay buenos motivos para prever que en los años próximos los precios de los productos agropecuarios se mantengan firmes. Aunque Cristina no crea en lo de la oferta y la demanda, el que por primera vez centenares de millones de chinos, indios y otros estén en condiciones de mejorar su dieta incorporando comidas antes limitadas a una pequeña minoría rica de mentalidad cosmopolita ha modificado radicalmente la economía internacional, transformando la agricultura de una actividad que en opinión de ciertas elites era arcaica, casi un símbolo del atraso, en una que está a la vanguardia del progreso humano.