El Parlamento, tal como hoy lo conocemos, tiene su primigenio antecedente en la Carta Magna, impuesta en Inglaterra en el siglo XIII (1215) por los barones del reino, el clero y los burgueses, al rey Juan Sin Tierra, contra quien habían optado por rebelarse tras reiterados abusos de su poder por parte del monarca.
La Carta fue el primer intento, después de siglos de absolutismo del Imperio Romano y la Edad Media, de limitar el poder del gobernante y someterlo a control, ya que hasta allí se acostumbraba a que la voluntad del gobernante era ley y estaba vedado el debate. La institución embrionaria que allí nació se complementó poco más tarde (1265) por la organización en dos Cámaras, garantizándose de este modo a los representantes de los que en esa época se denominaban "los Comunes", es decir los carentes de títulos nobiliarios, representación, voz y voto.
Por esa Carta Magna se garantizaba el derecho de "habeas corpus" (para evitar detenciones arbitrarias) y, entre otras limitaciones, se incluía la de no poder imponer nuevos impuestos o tasas ni aumentar los existentes, sin conformidad del Parlamento, lo que se conoció con el principio de "no hay imposición sin representación".
Desde entonces y cada vez con mayor peso, los parlamentos han sido considerados la garantía de los ciudadanos contra la arbitrariedad; sabido es que todo poder tiende a abusar y la organización republicana en la mayoría de los países civilizados tiene como principal objeto, más allá del origen "democrático" de los mandatos, el evitar los desmanes del Poder absoluto, el que precisamente cuando tiene un origen "popular" se reviste habitualmente de soberbia y autoritarismo.
Originariamente el Parlamento convivió durante siglos con la autoridad real, y aún ello ocurre en numerosos estados europeos, en donde el gobierno es discernido a la persona o grupo que logra armar una mayoría parlamentaria medianamente estable, cuya desaparición genera automáticamente el cambio.
Es decir, que se entiende que el titular del Ejecutivo (llámese rey, presidente o lo que fuera) debe estar sometido en sus decisiones a la mayoría parlamentaria, que es la que aprueba la conformación del gabinete y cuya pérdida de confianza origina la inmediata necesidad del cambio.
La Argentina ha adoptado formalmente las instituciones republicanas en su variante presidencialista, que es la que nació en EE. UU. a finales del siglo XVIII. No obstante, la realidad del funcionamiento de nuestras instituciones dista muy mucho de presentar un panorama compatible con lo que debiera ser la funcionalidad del Parlamento y la limitación del poder.
Por el contrario, y por un resabio caudillista que la Argentina arrastra lamentablemente desde el siglo XIX, la mayoría cree en los hombres providenciales y solamente entiende al Parlamento como un instrumento más del poderoso de turno. Los propios diputados y senadores aparecen como carentes de vuelo ni opinión propia, más allá del compromiso asumido con el líder de turno (o la cerrada oposición al mismo, pues pocos opositores se animarían a coincidir en el mínimo aspecto con el oficialismo).
En el tema impositivo, que fue uno de los más candentes al momento de nacer el parlamentarismo, los legisladores argentinos, cuya función más bien parece asemejarse a una canonjía que a otra cosa, optaron por derogar implícitamente el principio de que "no hay imposición sin representación", otorgando al Ejecutivo -desde hace décadas- un cheque en blanco, que le permite crear o aumentar impuestos a su antojo y arbitrio, sin consultar a nadie, pues toda la representación popular se reconoce concentrada en la voluntad del iluminado de turno.
Y no sólo el tema impositivo, que de por sí es grave y que no tiene parangón en ningún otro país republicano del orbe, toda la política económica y la política exterior los resuelve por su soberana decisión el caudillo electo; los parlamentarios simplemente asienten o callan (salvo los opositores, que son sistemáticamente marginados).
Así es como pudimos pasar en un intervalo temporal casi inexistente, de una política económica con cierta tendencia liberal y un alineamiento con EE. UU. y Europa, a despreciar y denostar a quien la adoptó y entrar en una variante supuestamente "progresista", que -por lo menos- proclama ideas totalmente opuestas, todo ello en nombre del mismo movimiento político. Y con la aquiescencia pasiva de los ciudadanos de a pie encuadrados en ese movimiento (a quienes se les inculcó siempre el principio del "verticalismo" y la obediencia al líder). Pero también con los presuntamente ilustrados y conscientes, con los parlamentarios que sin sonrojarse pasaron de apoyar incondicionalmente una propuesta a la otra, con marcada obsecuencia y como si el pasado y la historia no existieran.
De la forma en que se han planteado y organizado las cosas en nuestro país, podríamos fácilmente prescindir del Parlamento, cuya función de contralor es prácticamente inexistente, cuando debiera ser la principal, y cuya intervención en la tarea legislativa se ha limitado últimamente a aprobar los proyectos del Ejecutivo, en el mejor de los casos con mínimas correcciones. A su vez, son contadas las leyes nacidas de iniciativa parlamentaria. Ni hablar de las exorbitantes ganancias de los legisladores ni del resto de las prebendas que perciben para retribuir su inactividad y/o su obsecuencia, ni de la empleomanía desatada, con multitud de asesores, secretarias y secretarios privados, etc.
En la crisis que actualmente atravesamos, que ya lleva 100 días, en cualquier país de primera se hubiese producido mucho antes la intervención oficiosa del Parlamento, para imponer alguna solución de autoridad o para procurar una solución negociada. No intervinieron porque su función, según la hemos estudiado, es callar y asentir. Ahora la pareja presidencial ha optado por darle intervención para tratar de salir del atolladero, no sin que uno de los principales ministros haya aclarado que se debe tratar "a libro cerrado" y que cualquier modificación que intenten los diputados y senadores será vetada. Ningún diputado ni senador oficialista se indignó ante este menosprecio. Es más, hay muchos que no cabe duda de que seguirán al pie de la letra la instrucción ministerial.
La descorazonadora conclusión que debemos extraer de este poco auspicioso panorama es bien simple. Institucionalmente, estamos aún en la Edad Media.
FÉLIX EDUARDO SOSA (Abogado. Profesor Universitario)
Especial para "Río Negro"