Eric Liddell corría para honrar a Dios. Harold Abrahams lo hacía por su familia, la universidad y su país.
Estos entrañables atletas inmortalizados en la película Carrozas de Fuego fueron escogidos por representar dos mundos diferentes, paradójicamente unidos por el deporte y la bandera.
El filme, ambientado en los juegos olímpicos de París 1924, da cuenta de una época donde la caballerosidad era la regla y el deporte sin mácula la ley. Donde la contratación de un entrenador profesional constituía una mala palabra y el amateurismo, por ende, se lo defendía a capa y espada.
El espíritu deportivo o fair play nació como un rasgo genuino y clasista del ámbito aristocrático y burgués de los siglos XVIII y XIX.
Enseña Olivera Bertran que desde sus orígenes el deporte, creado por los estudiantes ingleses de las Public School, a partir de los rudos y poco regulados juegos tradicionales, se distinguía de las prácticas lúdicas más tradicionales no sólo por la racionalización estructurada del juego -a través de un reglamento de competición estricto-, sino por plantear una filosofía (fair play) que promovía la interpretación civilizada y refinada de los juegos deportivos que permitía la confrontación, con "maneras más finas", con jugadores y equipos de clases sociales más bajas.
Por todo ello, cuando los estudiantes burgueses transformaron los rudos juegos populares en otros mucho más estructurados, organizados y controlados, en los que las reglas limitaban la dureza de la competición dando lugar al deporte, no se conformaron con su nueva creación sino que protegieron su práctica y participación con una filosofía defensiva denominada fair play.
Éste implicó entonces, desde siempre, lealtad para intentar vencer, respetando las normas establecidas sin trampas, ni atajo.
¿Pasado o presente?
Los valores del juego limpio se siguen preservando mayormente en el deporte formativo y principalmente amateur, pero para buena parte de quienes hoy manejan el profesionalismo, no son más que un ingenuo recuerdo del ayer.
En tal contexto, el negocio del deporte se muestra en toda su magnitud en un terreno donde las federaciones internacionales no pueden absorber todos los gastos y ganancias, pasan a ser meras administradoras y fiscalizadoras del deporte.
En rigor de verdad, las reglas las pone el mercado. Es éste quien define los días y horarios de los eventos, qué prenda utilizarán los jugadores, quién puede o no acceder a determinados estadios y hasta qué público tiene derecho a emocionarse por tevé en vivo o en diferido.
Existe un merchandising que estimula la promoción y venta del deporte-espectáculo.
Las empresas prácticamente no invierten en el deporte de base, sino que se promocionan a través de las figuras destacadas del momento.
Los deportistas así pasan a ser estrellas descartables dentro del firmamento comercial. En cuanto su fulgor desaparece o una lesión los aparta de la actividad, prontamente son atrapados por la "papelera de reciclaje" mercantil.
Se suma a ello un claro desfasaje entre los parámetros que demanda el éxito de estos días -con permanentes caídas de records en algunos como por ejemplo natación o atletismo- y las posibilidades reales de ciertos atletas.
Ello ha llevado a algunos deportistas, seguramente mal asesorados, a recurrir a mecanismos no permitidos.
Así recientemente se han registrado, entre otros, casos como el de la ex plusmarca internacional Marian Jones, condenada por perjurio; los italianos Potito Starace y Daniele Bracciali, sancionados por apuestas en el tenis o los ciclistas Mikael Rasmussen y Denis Menchov, por transfusiones ilegales con fines dopantes.
Se observan también a menudo situaciones de juego donde un jugador daña inescrupulosamente a otro, sin reparar en que éste es un par que se gana la vida de la misma manera.
Los propios anticuerpos generados por el comercio deportivo hacen que estos casos prontamente sean olvidados.
Toda esta maquinaria al servicio del negocio lleva a preguntarse una vez más si el deporte profesional es verdaderamente deporte.
Como ha sostenido Eduardo Ferro: "El tigre se muerde su propia cola y gira cada vez más rápido. Habrá que esperar a que se maree y pierda el equilibrio o habrá que pensar el deporte desde otra óptica, como lo fue en sus comienzos".
Sin recaer en posturas ilusorias y considerando que el profesionalismo es una realidad que vino para quedarse -pero que no debe deglutir al deporte-, deberemos tener siempre presente, como pilar esencial inalterable, el legado siempre latente del fair play.
MARCELO ANTONIO ANGRIMAN (Abogado. Prof. Nac. Educación Física )
Especial para "Río Negro"