No fue su intención, pero cuando al joven Martín Lousteau se le ocurrió aumentar las retenciones a las exportaciones de soja y, como si esto no bastara, hacerlas móviles por si los precios internacionales siguieran trepando, encendió la mecha de una bomba cuyo estallido dejaría gravemente herido al gobierno del que formaba parte. Obligado a elegir entre ceder y hacer gala de su intransigencia, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, presionada por su marido, decidió que le convendría más agregar el campo a la lista ya larga de enemigos a batir, que aprovechar la oportunidad brindada por la renuncia de Lousteau para modificar el decreto que había impulsado. A juicio de Néstor Kirchner, cualquier síntoma de debilidad por parte de la presidenta pondría en marcha un proceso que socavaría su autoridad hasta tal punto que en poco tiempo sería incapaz de gobernar. Piensa así porque cree que en la Argentina el poder del jefe de Estado es tan precario que, a menos que actúe con un grado notable de autoritarismo, sus adversarios -en su caso, las corporaciones, los oligarcas, los neoliberales, los golpistas de siempre- no tardarían en voltearlo.

¿Tiene razón Kirchner? Es posible, pero sucede que el autoritarismo excesivo también puede resultar contraproducente, puesto que sirve para que cada vez más gente se traslade a la oposición. Antes de iniciarse el paro de los productores rurales, la presidenta disfrutaba de la aprobación de la mayoría de los consultados por los encuestadores y muchos que no la votaron le deseaban buena suerte. Luego de más de tres meses de paro, su imagen difícilmente podría ser peor. Apenas el 19% cree que hasta ahora su gestión ha sido positiva. También han caído mucho las acciones del ex presidente. Aun cuando la pareja terminara "derrotando" al campo, tendría que resignarse a gobernar con buena parte de la ciudadanía en contra. Si Cristina logra sobrevivir en el poder hasta diciembre del 2011, será porque la mayoría no quiere que el país experimente una nueva convulsión política, no porque se haya sentido impresionada por su tenacidad.

Además de recurrir a una variedad de argumentos para justificar las retenciones, afirmando que son para redistribuir el ingreso a favor de los pobres y para defender a los consumidores argentinos del alza de los precios que está provocando penurias en otros países, distintos voceros del oficialismo encabezados por la presidenta y su marido han tratado de demonizar a los ruralistas, calificándolos de golpistas, oligarcas, avaros, enemigos de los derechos humanos y aliados del imperialismo extranjero. Si bien algunos comparten sus opiniones vehementes en torno de la maldad intrínseca del campo, la mayoría las atribuye al compromiso emotivo de los Kirchner con las ideologías caseras rencorosas que estaban en boga entre los universitarios más violentos de los años setenta. Puede que dicho período en que el país se preparaba vigorosamente para la tragedia de la guerra sucia aún les parezca romántico a algunos personajes de cierta edad pero, ellos aparte, muy pocos quisieran volver a aquellos años tétricos signados por la insensatez colectiva, el odio y la muerte.

Para el presidente de facto Néstor Kirchner, el conflicto con el campo es, bien, un conflicto y por lo tanto hay que ganarlo, cueste lo que costare, para que no quede duda alguna en cuanto a quién manda en la Argentina. Parece no entender que los acostumbrados a jugar a todo o nada y a reaccionar frente a cualquier atisbo de resistencia a sus designios redoblando la apuesta casi siempre terminan arruinados. Puesto que a ningún político le gusta quedar pegado a un perdedor, muchos que antes lo apoyaban ya se han alejado de él. En Córdoba, Santa Fe y Entre Ríos, el kirchnerismo es sólo una sombra de lo que fue en marzo pasado. En las zonas rurales de la provincia de Buenos Aires, las protestas contra la política agraria oficial -mejor dicho, contra su incapacidad para pensar en una que sea coherente- están comenzando a incidir en la actitud no sólo de los intendentes sino también de los diputados. ¿Podrá mantenerse aislado el conurbano bonaerense de la tendencia así supuesta? En vista de que el lunes hubo cacerolazos espontáneos en muchos barrios nada oligárquicos, la respuesta es claramente negativa.

Gracias al paro del campo, muchísimos residentes de los centros urbanos han tomado conciencia de la importancia fundamental de la agricultura para la Argentina: saben que el futuro nacional depende en buena medida de lo que hagan los productores rurales. Otra consecuencia es un interés renovado en el federalismo: se han dado cuenta de que es una aberración que distritos del interior que deberían estar gozando de una bonanza tengan que entregar el grueso de su renta a un Poder Ejecutivo que lo redistribuye conforme a las lealtades políticas de los líderes locales, premiando a los que rinden pleitesía a los Kirchner y castigando a los demás. Mal que les pese, en adelante los gobiernos nacionales tendrán que tratar a los agricultores y ganaderos con el mismo respeto que suelen recibir sus equivalentes en los países del Tercer Mundo.

El autoritarismo es contraproducente en la Argentina actual. La agresividad al parecer congénita de los Kirchner y, más aún, de matones como Luis D'Elía y Guillermo Moreno que forman parte de su círculo áulico, ha resultado ser el punto débil de un gobierno que en diciembre pasado, cuando Néstor Kirchner entregó a su mujer los símbolos del poder, se asemejó a una fortaleza inexpugnable. Aunque es de suponer que el matrimonio se ha dado cuenta de que a esta altura su "estilo" atrabiliario sólo sirve para transformar a partidarios preocupados por lo que está sucediendo en opositores y a adversarios tibios en enemigos declarados, parecería que no pueden con su genio, lo que plantea el peligro de que una vez más la Argentina se vea atormentada por la violencia política desatada por un puñado de fanáticos que se resisten a entender que en una democracia lo normal es estar dispuestos a negociar, a consultar con los interesados antes de tomar medidas polémicas, a pactar y a veces a ceder un poco para ahorrarle a la sociedad males mayores, mientras que la intransigencia supuestamente principista y la descalificación brutal de quienes se oponen a una medida destinada a perjudicarlos son propias de una dictadura.

JAMES NEILSON