El gobierno, con las retenciones, le ocurre algo similar a lo sucedido a Abdula en el cuento de Las Mil y Una Noches. Viajando con sus ochenta camellos encontró un derviche que le contó que cerca había una montaña que guardaba inmensos tesoros. Hacia ahí se dirigieron. Cargaron los camellos con joyas, oro, piedras preciosas y una cajita de madera de sándalo. Se dividieron cuarenta camellos para cada uno. En seguida a Abdula le pareció injusto, pidió cincuenta camellos, el derviche aceptó. Un rato después pensó que él merecía sesenta camellos, el derviche aprobó. Luego pidió los ochenta camellos, el derviche estuvo de acuerdo. Más tarde pidió la cajita de sándalo. El derviche explicó que ella contenía una pomada que frotándola en el ojo izquierdo permitía ver todos los tesoros de la tierra, pero frotándola en el derecho se perdía la vista de los dos ojos. Abdula pidió se la pasase sobre el izquierdo y pudo ver tesoros en toda la tierra; codicioso, creyó que el derviche mentía, requirió se la frotase en el ojo derecho. Quedó ciego para siempre, sin ningún camello y se convirtió en un mendigo ciego que se hacía pegar una bofetada cada vez que alguien le daba una limosna.
Las retenciones se justificaron en el 2002 y fueron parte del esquema que logró recuperar la economía nacional a partir de ese año. Hoy, seis años después, las circunstancias han cambiado, los precios internos aumentaron más que el dólar. Por lo tanto, la renta extraordinaria fruto de la devaluación desapareció.
Si bien es cierto que las retenciones tienen una larga historia en la Argentina, nunca alcanzaron el actual nivel confiscatorio. Muchos ministros de Economía, de todos los signos y tendencias, apelaron a ellas para equilibrar las cuentas públicas, sin importarles el daño que hacían a la producción nacional, a la creación de puestos de trabajo genuinos en el interior del país y sin darse cuenta de que estaban provocando la emigración desde el campo hacia las áreas marginales de las ciudades.
El problema inmediato es que las retenciones móviles resultan absolutamente inaceptables, ya que fijan un precio tope en pesos, por cuatro años, sin contemplar los incrementos de los costos de producción en una economía con expectativas inflacionarias en orden al treinta por ciento anual.
Sin embargo, el problema económico de la Argentina de hoy es mucho más grave que el de las retenciones al agro. No se puede pensar que el ex ministro Lousteau haya establecido las retenciones móviles para perjudicar al campo, lo hizo porque el gobierno necesita más dinero para pagar gastos crecientes.
Todos sabemos que el Banco Central ha mantenido el dólar alto para alentar exportaciones, reducir importaciones y generar recursos fiscales que permitan obtener superávit. Parte del éxito económico de estos últimos seis años se debió a la devaluación de nuestro peso contra las monedas de los países compradores y las de los países competidores. Eso se acabó. Ahora el gobierno enfrenta un proceso inflacionario consecuencia de la inyección de dinero. Si quiere frenar la inflación tiene que dejar caer el tipo de cambio, provocando recesión. Si quiere volver a alentar la producción, la exportación y la recaudación tiene que devaluar nuevamente, lo que sería como echar nafta al fuego.
Los efectos de la devaluación pueden asimilarse a los de una droga: estimulan, activan, energizan, pero terminan. Cuando esto ocurre, se repite la dosis o deviene la caída. La Argentina vuelve a estar hoy frente a su realidad de enfermo drogodependiente.
El dramático problema nacional es que, con un tipo de cambio libre, las cargas fiscales y parafiscales llevan a la quiebra a la mayoría del sector privado productivo. Lejos de la devaluación, una parte esencial del sector privado entra en recesión, pierde competitividad, deja de invertir, tiene dificultades para exportar y para competir con los bienes producidos en el exterior. El sistema impositivo existente es la causa principal de la quiebra de las empresas, de la destrucción de puestos de trabajo, de la tendencia a la concentración de la riqueza y del capital productivo, y explica la inclinación de nuestras sociedades comerciales hacia su desnacionalización.
La maraña de impuestos existentes debe ser urgentemente reemplazada por un sistema de impuesto único a las rentas de las personas y a las transacciones de las empresas, sin deducciones ni excepciones de ningún tipo, con un alto mínimo no imponible, como establecieron recientemente varios países del este europeo.
Mientras eso no cambie, seguiremos como Sísifo, condenados a llevar siempre la piedra para arriba sabiendo que en poco tiempo volverá a caer.
AGUSTÍN ARGIBAY (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Empresario, licenciado en Economía