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De pronto, lo que está ocurriendo en nuestro país con el manejo de las rentas de la producción agraria nos recordó, por contraste, un hecho de la historia clásica que ha quedado en los libros como ejemplo de la visión de un estadista en tiempos de incertidumbre y confusión social. El episodio es referido por Heródoto en “Los nueve libros de la historia” y ha sido visto como un acontecimiento decisivo de la guerra entre los persas y los griegos en los primeros años del siglo V a.C, en ocasión de la segunda invasión a la península helénica por un multitudinario ejército del emperador Jerjes. Cuenta –con su habitual frescura y orgullo patriótico– que el déspota asiático, ansioso de vengar la derrota que el ejército de su padre Darío había experimentado en Maratón durante la primera incursión persa en la Hélade, emprendió una masiva empresa guerrera destinada a borrar de la faz de la Tierra a la democrática civilización ateniense y humillar a sus habitantes esclavizándolos. Al frente de un ejército de centenares de miles (los números de Heródoto son generalmente exagerados), Jerjes ya había doblegado las defensas de Atenas, incendiado la ciudad y destruido sus templos, en tanto los griegos se refugiaban en islas adyacentes. Fue en esta ocasión (cronológicamente hacia el año 480 a.C) que los atenienses descubrieron un rico filón de plata en las minas de Laurio, cerca del cabo Sunion, un hecho fortuito, inesperado, casi milagroso en medio de las penalidades de la guerra y la invasión vengativa del enemigo formidable. ¿Qué hacer con esta riqueza súbita mientras se temblaba por el futuro? Los políticos, según las ideas simples acerca de las finanzas públicas y la democracia que tenían, determinaron que el dinero fuera redistribuido entre los ciudadanos –diez dracmas por cabeza– como un justiciero dividendo. Pero hubo entre ellos alguien que vio más lejos. Temístocles (un estadista que ya desde joven había manifestado un espíritu tal como para decir “Yo no sabré templar una lira, pero sí, tomando una ciudad pequeña y oscura, hacerla ilustre y grande”), opuso a la demagógica opinión distribucionista de los políticos una enérgica convicción diferente: había que destinar la riqueza sobrevenida –comprendía que por tierra los persas habrían de ser invencibles– a la construcción rápida de una flota de mar, convirtiendo al mismo tiempo a los atenienses en marinos. Convenció a sus conciudadanos de que construir barcos era lo que sugería el oráculo de Delfos cuando, consultado sobre qué hacer ante el peligro, había hablado enigmáticamente de “un muro de madera”. Era necesario capitalizar, asegurar el futuro de la patria, no distribuir. Así, a puro brazo e ingenio, los ardorosos atenienses construyeron con celeridad una flota armada de 200 navíos y con ellos, con su heroísmo patrio y, otra vez, con el genio de su conductor Temístocles, fueron capaces de triunfar abrumadoramente sobre los ejércitos de Jerjes en la batalla naval de Salamina. No sólo eso. Pudieron también poner así, con esa flota, las bases de un poderío marítimo sin rival que les depararía un largo dominio estratégico y comercial en el Mediterráneo, junto al surgir de una etapa cumbre de la cultura humana en los tiempos (el “Siglo de Pericles”) que siguieron a ese triunfo histórico hecho posible por la visión a largo plazo de un verdadero estadista. HÉCTOR CIAPUSCIO
Doctor en Filosofía
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