Ocho menos diez de la mañana. Es un decir: la noche cerrada es ferozmente cortada por cientos de luces veloces. La hora de los locos... y ésta, mi hora diaria de fisioterapia para devolver a un par de deditos de mi mano derecha la automática eficacia que tenían hasta que un enorme plato de loza lubricado en detergente se resbaló y aterrizó, no sin antes romperse en una punta furiosa que hendió piel y músculos. Lo que se llama un "accidente doméstico".
¡Cuántos me habrán mandado a lavar los platos en esos duelos verbales y metálicos de auto a auto! Bien; fui a lavar los platos. No debería tomarlo a risa, pero no puedo evitarlo, si bien es asunto serio: cualquiera que haga algo en su casa trabaja con líquidos hirvientes, electricidad, objetos cortantes...
Manos. Las absolutas protagonistas del saloncito donde Edgar, el fisioterapeuta, atiende, entiende y contiene la historia de manos vulneradas, maceradas, cortadas. Mientras me adormezco con el calor de la luz infrarroja que siempre inicia mi trabajo de recuperación, una especie de ensueño cambia la forma de percibir a los otros: son manos que tienen cuerpos, yo soy una mano que dialoga con las otras, que se cuentan sus dramas.
El mío, lo reconozco, me angustió seriamente cuando ni una cirugía estaba descartada. Ominosos pensamientos galopaban en círculo vicioso: ¿y si no recupero la movilidad? Cómo voy a escribir, si uso los diez dedos, si las palabras salen solas mientras la mano las convoca, qué voy a hacer...ah, la mente. Cuando mi mano herida percibió las otras -la del trabajador que la enganchó en una cinta del arado, la del pibe que iba de acompañante y todo su brazo se hizo papilla con la puerta de la camioneta, la de la docente que se fracturó la muñeca al tropezar con una baldosa floja en su escuela, otra docente que tiene algo como tendinitis de orígenes difusos pero relacionados con su profesión... manos blancas y cuidadas, manos morenas y ásperas-, mi mano se tranquilizó, tomó un poco de perspectiva.
Mientras la abro y cierro alrededor de una pelotita semiblanda, advierto la tranquila convivencia de la tecnología de todo tipo. La estimulación eléctrica es impresionante: usted está con su mano quietita, unos cablecitos conectan la muñeca con un panel titilante y vualá, los dedos cobran vida propia, se retuercen y contraen grotescamente, mientras un cosquilleo no del todo desagradable hace lo suyo en los músculos.
Menos impresionantes pero no menos eficaces, abundan los ejercicios de tipo artesanal. Me espera un taper con porotos de soja que tengo que tomar y dejar, que arrastrar por la bandejita y le digo a Edgar, esto es oro verde, si se cae alguno lo levantamos, mirá si se entera Cristina, te va a aplicar las retenciones... se charla del "campo", claro, y de los camiones y del día del padre, todo sin demasiado ardor, ¡apenas está amaneciendo! Hay un tipo sentado frente a lo que sería una pequeña horca con tres soguitas colgando, y agarradas a ellas tres anillos de goma. El tipo tiene que introducir sus dedos lesionados en los anillos y tirar y tirar...y qué me dicen de una plancha de madera con varios tipos de tuercas, más finas, más gruesas, y yo enrosco y desenrosco y cada cual hace lo suyo, cada mano en la repetición ordena levántate y anda, una Lázaro que, dicen los que saben, hizo de veras la diferencia. No Homo Sapiens: Homo Faber.
Como me faltan varios días, puedo ir comprobando una primera hipótesis: las lesiones también son cuestión de género; los accidentes de las mujeres son domésticos y escolares; los de los hombres tienen que ver con trabajos ligados a la maquinaria. Son pocos casos; ya trataré de ser más rigurosa, como cualquier encuesta que se precie...
Los edificios han perdido su cualidad de sombra. Un sol helado les devuelve densidad pétrea. Me voy a casa.