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El "no" de los irlandeses | ||
Tal y como sucedió en el 2005 cuando primero los franceses y poco después los holandeses votaron en contra de la Constitución Europea que fue elaborada por un equipo liderado por el ex presidente galo Valéry Giscard d'Estaing, la Unión Europea acaba de caer en una crisis institucional de proporciones debido a la negativa de ciudadanos de pie a prestar atención a los argumentos esgrimidos por sus gobernantes. En esta ocasión les tocó a los irlandeses cumplir el papel de aguafiestas. Al rechazar el Tratado de Lisboa, en el referéndum que se celebró el jueves pasado, asestaron un golpe muy fuerte a las esperanzas de quienes sueñan con "profundizar" la integración de los 27 países miembros de la UE para que conforme un gran Estado federal. Según la elite política europea, para funcionar adecuadamente la UE necesita una Constitución o, en su defecto, un tratado como el de Lisboa que sirva de una, pero en diversas oportunidades cuando ha sometido la propuesta al voto popular la mayoría ha optado por repudiarla. Fue por eso que los gobiernos europeos decidieron reemplazar la Constitución original por un tratado que los distintos parlamentos podrían ratificar sin preocuparse demasiado por la actitud de los votantes, pero el irlandés, que confiaba en que el electorado lo aprobaría por un margen muy cómodo, tuvo que arriesgarse, brindando así a los contrarios a la pérdida de soberanía supuesta por el aumento constante del poder de Bruselas la posibilidad de hacer valer su punto de vista. En el resto de Europa, el resultado del referéndum en Irlanda provocó sorpresa porque ningún otro Estado se ha visto más favorecido por la integración. Antes de convertirse en miembro en 1973, Irlanda era un país paupérrimo, pero en la actualidad disfruta de un ingreso per cápita superado sólo por el del ducado minúsculo de Luxemburgo, aunque por depender tanto de las inversiones extranjeras sigue siendo vulnerable a los choques externos. Si bien su prosperidad no se debió por completo a la ayuda de los demás europeos -por ser un país anglohablante con un buen sistema educativo atrajo a muchas grandes corporaciones norteamericanas y japonesas-, no cabe duda de que sin la UE la situación actual de Irlanda sería muy distinta. Los irlandeses distan de ser los únicos que se oponen a las ambiciones de quienes quieren que la Unión Europea asuma más competencias antes consideradas propias del Estado nacional. Si pudieran votar, los británicos, los daneses, los checos y otros también rechazarían el Tratado y lo harían por una mayoría aún más amplia que la de casi 7 puntos que se registró en Irlanda. Es que a diferencia del grueso de la clase política y, en casi todos los países miembros, de los medios de difusión más influyentes, la mayoría de los ciudadanos europeos se siente molesta por el déficit democrático de un sistema en que decisiones que los afectan directamente son tomadas por burócratas no elegidos. Asimismo, se teme que la ampliación continua de la UE, sobre todo si llega a incorporar a Turquía, signifique el ingreso de contingentes inmensos de inmigrantes de costumbres, creencias y aspiraciones diferentes. Conforme a sus impulsores, el Tratado hubiera ayudado a superar el déficit democrático al dar más poder al Parlamento europeo pero, desgraciadamente para ellos, en Irlanda los argumentos en tal sentido no resultaron convincentes. Puede que a menudo sea irracional la inquietud que sienten muchos por su propio futuro en una Europa federalizada y cada vez más unitaria, pero los comprometidos con el proyecto tendrán que tomarla en cuenta. Tanto en Irlanda como en el país más euroescéptico de todos, el Reino Unido, escasean los que querrían ver desmantelada a la UE, pero abundan los que piensan que ya es excesivo el poder de Bruselas y que debería conformarse con ser una agrupación económica en la que los ciudadanos puedan trasladarse de un país a otro como en la actualidad. Los beneficios económicos de la UE son evidentes, pero sólo una minoría que sueña con la formación de una superpotencia equiparable con Estados Unidos cree que las hipotéticas ventajas políticas de reducir todavía más el poder de los parlamentos locales serían tan grandes que se justificaría el abandono de lo que queda de la soberanía tradicional. | ||
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