Aun cuando se justificara plenamente la decisión oficial de privar, mediante retenciones punitivas, a los productores de soja de las "rentas extraordinarias" que esperaban percibir, es indiscutible que el gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner ha manejado la situación resultante con torpeza excepcional. Desde que pronunció aquella arenga furibunda que tuvo como respuesta un cacerolazo frente a la Casa Rosada, la presidenta, acompañada por su marido, parece más interesada en descalificar a los agricultores que en encontrar una solución para un problema que ya ha marcado a fuego su gestión y que, de agravarse mucho más, podría dar pie a una crisis institucional peligrosa, además, claro está, de un sinnúmero de dificultades de toda clase para buena parte de la sociedad. Por cierto, no exageran mucho quienes advierten que el país, que ya sufre de parálisis progresiva, está al borde de un estallido civil. En muchas zonas del interior que dependen de la agricultura y la ganadería, las actividades económicas se han frenado abruptamente, mientras que en todas partes faltan combustibles, lo que, combinado con los cortes de rutas, ha perjudicado muchísimo a la industria turística y ya se ha hecho sentir el desabastecimiento de alimentos. Y como si todo esto no fuera más que suficiente, el Banco Central se ha visto obligado a gastar mucho dinero para defender la tasa de cambio y en el exterior está difundiéndose la convicción de que tarde o temprano la Argentina podría caer una vez más en default a causa de su abultada deuda pública y su aislamiento de los mercados financieros internacionales.
La intervención de miles de transportistas de cereales que exigen que el gobierno y el campo retomen el diálogo ha complicado aún más el panorama. A pesar de la proximidad a los Kirchner del líder camionero Hugo Moyano, muchos "autoconvocados" están colaborando con los chacareros que, a diferencia de los dirigentes de las cuatro entidades que organizaron el paro, quieren continuar bloqueando las rutas hasta que el gobierno por fin ceda. Puesto que ni los transportistas ni los chacareros más militantes respetan las jerarquías formales, negociar con ellos distará de ser fácil. Están reclamando medidas concretas, de suerte que el gobierno no podrá apaciguarlos con la promesa de que en el futuro habrá algunos cambios importantes.
La causa básica del caos que amenaza con apoderarse del país es la intransigencia absurdamente combativa de los Kirchner y sus aliados principales. De no haber sido por su insistencia en descalificar a los productores rurales, tratándolos de golpistas, oligarcas y ricos avaros resueltos a hambrear a los pobres, el país se hubiera ahorrado una crisis cuyos costos sociales, políticos y económicos ya han sido enormes. Al ubicar el conflicto en un marco ideológico penosamente anticuado, el gobierno garantizó que lo que comenzó como un reclamo económico comprensible se convirtiera en una batalla política de la que no podría salir ileso. También ha resultado provocativa la incapacidad patente de los Kirchner para entender que la agricultura es una actividad sumamente riesgosa a menudo afectada por sequías, inundaciones y plagas, y que los hombres del campo saben más que nadie que es necesario aprovechar rentas coyunturalmente extraordinarias para prepararse para los años flacos que con toda seguridad sobrevendrán. Cuando es cuestión del agro, hay que basar las exacciones en lo ganado en el transcurso de un período prolongado, pero el gobierno, acostumbrado como está a privilegiar el corto plazo, no vaciló en privarlo de la posibilidad de invertir mucho más dinero a fin de aumentar sustancialmente la productividad del sector más competitivo de la economía nacional. Puesto que como resultado de la crisis alimentaria hay un consenso internacional en el sentido de que en adelante será forzoso darle prioridad a la agricultura, en otras partes del mundo la voluntad de los Kirchner de castigar al campo sin preocuparse en absoluto por los costos, de este modo haciendo gala de su propia autoridad, sólo ha producido desconcierto, sentimiento éste que está compartido por la mayoría de los argentinos que no entiende cómo es posible que, por una cuestión de orgullo, en medio año en el poder la presidenta haya permitido que el país se precipitara en el caos.