Todo este lamentable asunto se desencadenó frente a un espejo al interior de un probador de ropa. No era un espejo cualquiera sino uno de cuerpo entero y para colmo iluminado, con puntilloso equilibrio, con unas implacables luces de neón. Ahí estaba yo, desnudo en el sentido más literal del término, cumpliendo, de repente y sin preaviso, todos mis cumpleaños juntos. Nunca pensé que el pueril acto de probar una remera en una tienda iba a depararme semejante sorpresa. Me vi tal cual soy: con kilos de más, voluminoso acá y famélico allá. Sin gracia. Cubierto de una piel afectada por quién sabe qué extrañas erupciones. Me sentí como debió haberse sentido el personaje de "El retrato de Dorian Gray", de Oscar Wilde, cuando después de mucho tiempo visitó su altillo secreto y se enfrentó a la pintura de un rostro polvoriento y desgastado: ¡El suyo!
Pero yo no me apuñalé como ocurre en la novela de Wilde, por miedo a que se cumpliera la profecía y terminara matándome a mi mismo.
Dejé la remera sobre una mesa alta y salí apurado del lugar al borde de un ataque de pánico. Ni toda la poesía del mundo podría sacarme de ese "trip". Los espejos de mi casa no son así de desalmados, pensé. En ellos me veo apenas un poco rollizo, aunque en forma, quizás ancho, pero aparentemente fornido. No, en el probador fue pura realidad dicha sin anestesia.
He venido a comprender ahora que uno tiene, al interior de su casa, los espejos que le convienen. Y que estos sólo reflejan aquello que somos capaces de afrontar.
Me lo advirtió una voz femenina: las mujeres jamás nos miramos en los probadores ¿acaso no lo sabías? No, no lo sabía pero ya veo por qué.
Pasé el resto de la tarde como testigo de un cañón que disparaba a la velocidad de la luz las fotografías de mi vida. Y entre la verdad y la mentira, la ironía y el lamento, contrasté las opiniones de los demás.
"Me gustaría envejecer como Doris Lessing, tan tan tan", y ella termina la idea con una sonrisa, y la agarro en el aire. ¿A mi? Humm, como Clint Eastwood, si es que se puede realmente llegar a mayor con esa mirada de odio 'cool' y un cuerpo tan irreprochable como un jean.
¿Debería remediar mi decadencia con algún método anti-edad o con un curso acelerado de Tamara di Tella? Maldición, lo digo en serio, aseguro ante la sonrisa de mis interlocutores.
Un amigo fotógrafo no tuvo que pensarlo demasiado. "Mirá te ponés una semanita a comer ensalada y agua mineral y vas a ver cómo mejora la cosa". Sin embargo, ella, sabia, exacta, como toda mujer dotada de un sexto sentido, me devuelve al mundo de los vivos. "Claudio, no te mires más en los espejos, comprate remeras más grandes y listo. Sé práctico".
Es cierto, ya no se trata de arreglar lo que se ha roto. En algún punto de mis hemisferios hay tantos circuitos que no funcionan y, aun así, todo sigue su rumbo. El asunto es cómo vivimos a partir de lo que carecemos, como navegamos entre un delirio y otro, con el personaje que nos posee y se refleja en un espejo de agua, entre difuso y cruel.
Por el resto de nuestros días, seremos Edipos itinerantes, huyendo de acciones futuras. Irremediables. Envejecer es una.
¿Estoy diciendo que sé compensar tonicidad con belleza interior? ¿Por qué no? Eso también vale en este juego aunque sea una moneda difícil de usar cuando miramos a los ojos a una mujer con la intención de resultar galantes. No soy escultural, pero tengo muchas neuronas. O soy valiente. O cocino rico. O escribo poesía. O sé andar en sulky. No sé. Que cada cual se arregle con sus virtudes. Hay una extensa gama de opciones si se trata de revalorizar cuerpo y alma. Mientras tanto, mi decisión inmediata ha sido justa, salomónica. No más espejos. A ese local no vuelvo.
CLAUDIO ANDRADE
candrade@rionegro.com.ar