Plantear un debate sobre la ilegalidad de la pena de muerte o los tormentos, a partir de un crimen de las características del de Sofía, la pequeña de tres años que apareció degollada y semienterrada en Chimpay, parece una falta de consideración al dolor de la madre y demás familiares y un vano intento por racionalizar algo que no tiene nada de racional.
Sin embargo, y a la luz de los innumerables mensajes de lectores de "Río Negro" indignados por el crimen que clamaron por aplicar la pena de muerte y hasta torturas al presunto victimario, conviene afrontar esta ingrata tarea.
El principal problema que uno se plantea es cómo refutar mensajes del tipo de "Al hijo de puta del padre pena de muerte, pero antes, torturarlo hasta que pida por favor que lo maten!"; "se merece la pena de muerte, y a Sofía ¿quién la defiende: la Justicia?"; "haría justicia con mano propia, lo desintegraría paso a paso, parte por parte, con tal de que sufriera el perro éste..."; "qué hay que hacer con una bestia como ésta?; ¿qué opinarán los entendidos?; ¿y las abuelitas de plaza de Mayo?; ¿y los defensores de los derechos humanos?"
En principio, se podría argumentar que la pena de muerte está entre las condenas prohibidas en la República Argentina; que la Convención Americana de Derechos Humanos, incorporada al texto constitucional por el inc. 22 del art.75, dispone la abolición progresiva, de lo que se deduce que es una pena prohibida en la legislación penal. También, afirmar que la pena de muerte más que una pena es una forma de tormento y que el artículo 18 de la Constitución prohíbe en forma expresa aquellas condenas que asuman el carácter de tormento y que por el inc. 22 del art.75 está expresamente prohibida la tortura, no sólo en sentido estricto, sino en el amplio, o sea, cuando importe una pena, como acto que inflija intencionalmente a una persona dolores o sufrimientos graves, físicos o mentales, con el fin de castigarla por un acto que haya cometido o que se sospeche que haya hecho. O que, por aplicación de la Declaración Americana de Derecho y Deberes del Hombre, quedan prohibidas las penas infamantes o inusitadas. Se podría agregar que en un Estado constitucional de derecho, toda persona es inocente hasta tanto se pruebe lo contrario en un juicio donde se garantice su derecho a defenderse. Éstos, y un sinnúmero más de argumentos legales en contra de la aplicación de la pena de muerte o los tormentos, parecen ser argumentos técnicos que no hacen más que justificar la desconfianza del pueblo en la Justicia. Suena a chanza legalista frente a la indignación ciudadana por la brutalidad del crimen ocurrido
Ni hablar de discutir sobre la razón de ser de la pena, su justificación, los límites del poder punitivo del Estado o, aún más, intentar referirnos a las doctrinas abolicionistas. Tampoco indicar que se encuentra estadísticamente probado el ineficiente poder disuasivo de la pena de muerte. O que en Estados Unidos, en los estados donde se aplica, el índice de criminalidad es mayor que en aquellos en los que no se la acepta.
Con esta realidad social incontrastable, creo que ninguno de éstos ni muchos otros planteos en torno del poder punitivo del Estado son posibles de realizar si no coincidimos previamente en algo: el tipo de sociedad en el que queremos vivir.
Y ésta es una opción que precisamente debe hacerse en momentos como éste, cuando nuestra cómoda cotidianidad se ve sacudida por actos tan aberrantes e irracionales. Es en estas situaciones cuando debemos plantearnos si queremos vivir bajo un estado constitucional de derecho, en el cual el poder punitivo se encuentra limitado por una serie barreras, con el objeto de asegurar la libertad de los individuos, sean éstos culpables o inocentes, o si queremos otra cosa.
Partiendo de esta premisa -y teniendo claro que tanto la tortura como la pena de muerte chocan contra esa idea de Estado- podemos avanzar en visualizar el tema. No sólo la pena de muerte y la tortura ilegal y clandestina, aplicada en nuestro país de forma oculta y vergonzante por el último gobierno militar, sino la tortura y el suplicio "legal" aplicados por el Estado.
Para ejemplo, el de la de Europa del siglo XVIII. Una Justicia que pareciera ser la que quieren muchos de los indignados por la muerte de Sofía.
Michel Foucault, en su libro "Vigilar y castigar, nacimiento de la prisión", transcribe un desgarrador relato de la ejecución de un condenado a muerte en la París de 1757.
"Damiens fue condenado, el 2 de marzo de 1757, a "pública retractación ante la puerta principal de la Iglesia de París", donde debía ser "llevado y conducido en una carreta, desnudo, en camisa, con un hacha de cera encendida de dos libras de peso en la mano". Después, "en dicha carreta, a la plaza de Grève, y sobre un cadalso que allí habrá sido levantado (deberán serle) atenaceadas las tetillas, brazos, muslos y pantorrillas, y su mano derecha, asido en ésta el cuchillo con que cometió dicho parricidio, quemada con fuego de azufre, y sobre las partes atenaceadas se le verterá plomo derretido, aceite hirviendo, pez resina ardiente, cera y azufre fundidos juntamente, y a continuación, su cuerpo estirado y desmembrado por cuatro caballos y sus miembros y tronco consumidos en el fuego, reducidos a cenizas y sus cenizas arrojadas al viento".
Decíamos que esta condena a muerte lo era dentro de un marco de legalidad. Ello queda ratificado, en la obra reseñada, donde se nos indica que según lo establecía la Ordenanza de 1.670 que había regido hasta la Revolución, la pena de muerte natural comprendía "todo género de muertes: unos pueden ser condenados a ser ahorcados, otros a que les corten la mano o la lengua o que les taladren ésta y los ahorquen a continuación; otros, por delitos más graves, a ser rotos vivos y a expirar en la rueda, tras de habérseles descoyuntado; otros, a ser descoyuntados hasta que llegue la muerte, otros a ser estrangulados y después descoyuntados, otros a ser quemados vivos, otros a ser quemados tras haber sido previamente estrangulados; otros a que se les corte o se les taladre la lengua, y tras ello a ser quemados vivos; otros a ser desmembrados por cuatro caballos, otros a que se les corte la cabeza, otros en fin a que se la rompan".
Asimismo, en tal sistema, la muerte es "un suplicio, en la medida en que no es simplemente privación del derecho a vivir, sino que es la ocasión y el término de una gradación calculada de sufrimientos: desde la decapitación hasta el descuartizamiento, pasando por la horca, la hoguera y la rueda, sobre la cual se agoniza durante largo tiempo. La muerte-suplicio es un arte de retener la vida en el dolor, subdividiéndola en "mil muertes" y obteniendo con ella, antes de que cese la existencia".
Pero hay más: esta producción estaba sometida a reglas: "El suplicio pone en correlación el tipo de perjuicio corporal, la calidad, la intensidad, la duración de los sufrimientos con la gravedad del delito, la persona del delincuente y la categoría de sus víctimas".
"El suplicio formaba, además, parte de un ritual. Era un elemento en la liturgia punitiva y que respondía dos exigencias. Con relación a la víctima: está destinado, ya sea por la cicatriz que deja en el cuerpo, ya por la resonancia que lo acompaña, a volver infame a aquel que es su víctima; el propio suplicio, si bien tiene por función la de "purgar" el delito, no reconcilia; traza en torno de, mejor dicho, el cuerpo mismo del condenado unos signos que no deben borrarse; la memoria de los hombres, en todo caso, conservará el recuerdo de la exposición, de la picota, de la tortura y del sufrimiento debidamente comprobados. Y por parte de la Justicia que lo impone, el suplicio debe ser resonante, y debe ser comprobado por todos, en cierto modo como su triunfo. El mismo exceso de las violencias infligidas es uno de los elementos de su gloria: el hecho de que el culpable gima y grite bajo los golpes, no es un accidente vergonzoso, es el ceremonial mismo de la justicia manifestándose en su fuerza".
Ahora bien, tengamos en claro que esto es de lo que hablamos cuando nos referimos a la pena de muerte y al suplicio, puede haber maneras más "humanas" de efectivizarlos pero muy poco diferirán de esta descripción.
Frente a esta realidad, y como paso previo a afrontar un debate serio sobre la ilegalidad o no de la pena de muerte o de la tortura, es necesario definir si queremos vivir en una sociedad que aplica castigos como los descriptos o no. De esta elección depende que podamos discutir racionalmente todos los ítems que sintéticamente reseñé en un principio.
ALBERTO RICCHERI (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Abogado