Moses Nguwimneinis, de 32 años, tuvo el mismo destino que muchos inmigrantes en Sudáfrica: "Abandonen nuestro país o los matamos", le gritaban jóvenes hombres armados con palos que irrumpieron en su taller mecánico de Stellenbosch, en la provincia del Cabo Occidental.

Sin dudarlo, dejó todo donde estaba y huyó de la turba. Sin tiempo para empacar, reunió a su esposa, Lindiwe, y a sus dos hijos de dos y cinco años, Tehone y Sadek, para correr a la comisaría, a tres kilómetros de distancia.

Lo mismo le sucedió a muchos extranjeros. Desde el estallido de la violencia xenófoba el 11 de mayo en Alexandra, un suburbio de Jo

hannesburgo, murieron 62 personas y 670 resultaron heridas, según cifras de la po

licía. La ONU estima que los desplazados en todo el país rondan los 100.000, entre los refugiados en comisarías, iglesias y campamentos, además de los miles que escaparon a sus países de origen.

En la turística Stellenbosch

fueron expulsadas 300 personas del suburbio de Kayamani. Unos 120 inmigrantes de Malawi, Burundi, Somalia, Congo, Tanzania y Zimbabwe viven desde entonces en un edificio municipal. Cerca de 30 comercios fueron saqueados, la mayoría propiedad de refugiados somalíes.

En Kayamandi la situación sigue siendo tensa. La policía de Stellenbosch afirma que no está en condiciones de garantizar la seguridad de los refugiados que decidan regresar. Los políticos locales se esfuerzan mientras tanto por convencer a los habitantes de recibir nuevamente a los inmigrantes en su comunidad. "El 80 % de los habitantes quiere que vuelvan. El 20 % se opone", estima Songo Fipaza, de la organización humanitaria PCD.

"Volver es muy peligroso", dice Frase Kalikokha, de Malawi. "Incluso si tengo que sufrir en mi país de origen, quiero volver a casa", afirma este joven de 28 años. Tiene suerte, porque su gobierno se está ocupando de organizar la vuelta de los emigrantes. Otros, sin embargo, no tienen elección. (DPA)