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Ya antes de las elecciones que ganó Cristina Fernández de Kirchner con el 45% de los votos era evidente que el rumbo que tomaría su gestión dependería en buena medida de su relación con su marido. Aunque era de prever que Néstor Kirchner procuraría conservar su influencia, se suponía que le permitiría gobernar sin entrometerse en cada momento para que la ciudadanía la considerara una presidenta de verdad. Pero Kirchner no se resignó a desempeñar el rol de una eminencia gris. Luego de un intervalo sumamente breve, volvió al centro del escenario nacional, desplazando a su esposa de una manera tan ruidosa que nadie duda de que sigue siendo el político más poderoso del país. La lucha entre el gobierno y el campo es en buena medida su creación: ha vetado con su vehemencia acostumbrada todos los intentos de plasmar un acuerdo por no querer que Cristina brinde la impresión de sentirse constreñida a hacer algunas concesiones. También es el responsable principal del esfuerzo tragicómico por tratar la inflación como si fuera un producto de la imaginación opositora: a menos que el gobierno haga un esfuerzo auténtico por frenarla, el crecimiento rápido de los años últimos desembocará en una convulsión tremenda. Merced a su marido, pues, la presidencia de Cristina amenaza con ser un calvario. Para muchos, tanto en el país como en el exterior, es apenas comprensible que a pocas semanas del inicio de la gestión de una mandataria de ideas feministas decididas haya estallado una crisis gratuita que ya ha pulverizado su autoridad sin afectar mucho el prestigio de su marido. Lejos de mostrar que en la Argentina -al igual que en el Reino Unido, Israel, la India, Chile y otros países- una mujer sería perfectamente capaz de gobernar con la misma eficacia y firmeza que un hombre, Cristina parece resuelta a informarnos que aun cuando oficie de presidenta debería limitarse a ser decorativa y obediente. Dicen quienes la conocen que es dueña de un temperamento fuerte, pero parecería que no lo es lo suficiente como para que se anime a enfrentarse con su marido, cuya conducta le está ocasionando una multitud de dificultades. Lo entienda o no, gracias a lo que está ocurriendo, el machismo que con frecuencia ella misma denuncia se ha anotado un triunfo indiscutible. Que Cristina se haya encontrado en una situación así plantea interrogantes que serían más apropiados para una monarquía dieciochesca que para una república moderna. Antes de consolidarse los movimientos políticos que harían de la democracia la norma occidental, los destinos de grandes naciones dependían en buena medida de las intrigas palaciegas y de los amores y odios, a menudo disimulados, que solían incidir en el comportamiento de los miembros de las familias reinantes. Se trataba de un sistema, por llamarlo así, que era intrínsecamente inestable, lo que contribuyó a que andando el tiempo se derrumbara la mayoría de las casas reales y las sobrevivientes se salvaran entregando el poder genuino a los líderes de cuerpos elegidos. ¿Es consciente Kirchner de que está perjudicando enormemente a su mujer y que lo mejor para ambos sería que tomara unas vacaciones muy pero muy largas? Es concebible que sí, que por motivos que nunca confesaría, si es que se ha enterado de su existencia, haya querido dejar en claro que a pesar de sus ínfulas intelectuales Cristina es incapaz de manejar el país sin tenerlo siempre a su lado. Después de todo, hasta convertirse en presidente de la República, Kirchner era menos conocido que su mujer y muchos lo creían menos dotado. No sorprendería en absoluto que le haya dolido que tanta gente lo haya tomado por un apéndice mediocre de una senadora prominente, notoria por su aspereza, y que haya acogido con satisfacción íntima la llegada de una oportunidad para desquitarse de años de humillación. Para Kirchner, entonces, el eventual fracaso de Cristina sería en cierto modo un éxito personal. Por supuesto que no quiere que termine destituida, ya que un final demasiado dramático de su turno en la Casa Rosada lo hundiría también, pero acaso le complacería que las circunstancias lo obligaran a asumir como jefe de Gabinete y, desde luego, en opinión de todos el auténtico hombre fuerte del gobierno formalmente encabezado por su mujer. Al promediar el año pasado, ya era previsible que quien ocupara la presidencia tendría ante él o ella un panorama poco agradable, con la inflación corroyendo los ingresos de los asalariados y la escasez de energía agravándose gracias no sólo al aumento de consumo posibilitado por la expansión económica, sino también por la falta de inversión atribuible a la política oficial. Asimismo, Kirchner sabía que sería mejor que Cristina no se arriesgara en público porque su estilo personal ya molestaba a muchos, motivo por el que optaría por hacer buena parte de su campaña proselitista en el exterior. Pero a pesar de entender que su casi segura elección como presidenta la expondría a desafíos para los que no estaba preparada, insistió en impulsar su candidatura. ¿Lo hizo porque temía contrariarla? ¿O porque se le ocurrió que sería bueno enseñarle que, cuando de ser presidente se trataba, no podría compararse con él? Nadie sabe las respuestas a tales preguntas, pero el mero hecho de que sea legítimo plantearlas hace sospechar que el doble comando que se ha instituido resultará malo para el país. Incluso podría inspirar una reforma constitucional que prohibiera que un presidente fuera sucedido por su cónyuge. Los matrimonios suelen ser aún menos transparentes que los gobiernos dominados por camarillas provinciales en que los integrantes se conocen desde hace décadas e interactúan lejos de las miradas ajenas según códigos que sólo ellos están en condiciones de interpretar. Fue por eso que los interesados en el estado de las instituciones se sintieron tan preocupados cuando Kirchner nombró a Cristina como su sucesora en la presidencia. Entendían que como consecuencia el gobierno se haría todavía más hermético de lo que ya era y que incidirían en su funcionamiento factores psicológicos difícilmente identificables. Después de todo, ni siquiera Cristina y su marido sabrán con seguridad lo que está ocurriendo en las zonas no racionales de la mente de su pareja. Los demás sólo pueden especular. JAMES NEILSON
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