asta hace relativamente poco, sólo los países más desordenados permitían que los inmigrantes ilegales se quedaran sin ser molestados por las autoridades. Expulsarlos en seguida era considerado legítimo y nadie hubiera pensado en tratar de racista y xenófobo a un gobierno que insistiera en "criminalizar" a quienes entraron sin cumplir todos los trámites correspondientes. Pero entonces, bajo la presión de una alianza coyuntural de progresistas bienintencionados y empresarios conscientes de los beneficios que les supondría disponer de trabajadores baratos, el clima cambió. Tanto en Estados Unidos como en los países que conforman la Unión Europea, inmigrar sin preocuparse por las leyes supuestamente vigentes se hizo tan fácil que en el mundo rico los clandestinos procedentes de regiones mucho más pobres pronto se contarían por decenas de millones, y todos los días llegarían contingentes nutridos deseosos de unirse a ellos.
Siempre fue de prever que tarde o temprano se produciría una reacción virulenta. La convivencia entre personas de idiomas, costumbres y creencias distintas nunca ha sido fácil. Puede que la xenofobia, el temor a los extranjeros, sea lamentable, pero es un sentimiento instintivo en todas las especies. A pesar de los esfuerzos de elites cosmopolitas de enseñar a los demás que es su deber respetar al "otro", los más afectados por la inmigración tercermundista descontrolada siguen siendo reacios a tolerarla. Temen por sus empleos y también por su seguridad, puesto que en las primeras oleadas migratorias suelen predominar los varones jóvenes y a menudo desarraigados que en todas partes son los más proclives a delinquir.
Para la mayoría de los norteamericanos y europeos, la inmigración ilegal se ha convertido en la preocupación principal. Se sienten amenazados por las comunidades de extranjeros que se han conformado con rapidez desconcertante, modificando drásticamente el estilo de vida de ciudades grandes y chicas. Quieren que los políticos hagan algo para restaurar el statu quo de antes. Es éste el caso en Italia, donde el triunfo rotundo del actual primer ministro Silvio Berlusconi debió mucho a la sensación de que su país se ha visto invadido por una horda abigarrada de africanos, árabes y gitanos rumanos. Aunque según las estadísticas hay menos inmigrantes recientes, ilegales o no, en Italia que en España, Francia, Alemania o el Reino Unido, la resistencia a tolerarlos es mayor, se supone porque los italianos temen que su país se encuentre atrapado en un proceso de declinación irreversible.
Las medidas, duras para los tiempos que corren, que ha tomado el gobierno de Berlusconi para combatir la inmigración clandestina han sido criticadas con vehemencia por otros políticos europeos, en especial españoles, pero sucede que la UE en su conjunto está movilizándose contra la inmigración ilegal y continuará endureciendo los requisitos exigidos a los dispuestos a acatar las reglas escritas. Por lo demás, los italianos pueden señalar que la actitud española ha sido bastante similar a la suya, aunque sus gobernantes socialistas la hayan reivindicado con palabras menos agresivas que las empleadas por ciertos miembros de la coalición liderada por Berlusconi. De todos modos, quienes tienen mucho dinero o calificaciones profesionales útiles podrán "hacer la Europa" sin demasiados problemas, pero para los demás las fronteras dejarán de estar tan abiertas como han estado últimamente.
Es común oír decir que es físicamente imposible reducir el flujo inmigratorio desde los países paupérrimos hasta los opulentos y que por lo tanto los norteamericanos y europeos jamás podrán reducirlo. Dicha tesis sería correcta si los gobiernos de los países anfitriones siguieran aplicando las políticas humanitarias actuales, pero la verdad es que no resulta muy probable que acepten dar prioridad a los intereses de los inmigrantes sobre aquellos de los nativos. Si bien en las democracias las elites presuntamente ilustradas pueden negarse a permitir algunas medidas reclamadas por la mayoría, si rehúsan prestar atención a quienes protestan contra la llegada atropellada de millones de inmigrantes que se resistirán a adoptar las costumbres del país en que se proponen vivir, lo único que lograrán es fomentar movimientos más extremos.
En cierto modo es irónico que la ofensiva más enérgica contra los inmigrantes clandestinos se haya dado en Italia, un país cuyos habitantes han perdido interés en reproducirse y que por este motivo los necesita, pero nunca fue realista creer que sería sencillo reemplazar a los no nacidos por personas oriundas de sociedades subdesarrolladas radicalmente distintas. Dicha noción se basaba en la hipótesis, cara a los multiculturalistas, de que por carecer de valor la civilización occidental sería positivo agregarle un sinfín de aportes ajenos que, dicen, servirían para enriquecerla. De ser así, podrían cerrarse todas las escuelas y universidades cuya función consiste en preparar a las generaciones próximas para desempeñar un papel útil, o cuando menos respetable, en la sociedad de mañana. Mal que bien, ser miembro de cualquier sociedad moderna requiere un aprendizaje prolongado, detalle éste que los comprometidos con la inmigración irrestricta prefieren pasar por alto.
Todo país puede absorber cierta cantidad de inmigrantes aun cuando se trate de personas de cultura muy diferente, pero sería pueril negar la existencia de límites. He aquí una razón por la que los europeos sienten miedo. Mientras que sus propios países se despueblan poco a poco a causa de una tasa de natalidad baja, buena parte de África y el Medio Oriente está experimentando un estallido demográfico, sobre todo en las zonas más pobres y atrasadas en que las perspectivas ante los jóvenes son miserables: se prevé que antes del 2050 Yemen, un país pequeño y desértico, tenga más habitantes que Rusia.
Por motivos que sin duda son lógicos y atendibles, hay decenas, acaso centenares de millones de africanos, árabes y otros asiáticos, además de muchos latinoamericanos que de tener la oportunidad se trasladarían a Europa o, mejor aún, a Estados Unidos, pero por motivos también lógicos y atendibles son cada vez más los europeos y norteamericanos resueltos a obligarlos a permanecer donde están. Puesto que resultan mutuamente incompatibles los intereses de quienes desean emigrar al mundo rico y quienes no quieren dejarlos entrar, están dadas las condiciones para que las décadas próximas vean una serie de catástrofes hasta que por fin unos u otros se resignen a su suerte.
JAMES NEILSON