Desde los tiempos más remotos, el exterminio de grupos enteros humanos cargados de fuertes connotaciones étnicas, raciales o religiosas, ha sido una práctica difundida y, según los casos, relacionada con distintos factores.
Entre aquéllos cuentan las guerras de conquista, cuyo reiterado desenlace era la matanza de las poblaciones de los países vencidos. Luego, la religión, que a menudo ha justificado el exterminio de grupos religiosos adversarios enteros. En tercer lugar, y hasta fechas muy próximas, el dominio colonial de las potencias europeas en Latinoamérica, Asia y África, que ha constituido la ocasión o la causa de destrucción de etnias o poblaciones indígenas enteras.
Los más graves y sistemáticos exterminos se han cometido, sin embargo, durante el siglo XX: el de los armenios, entre 1915 y 1916, a manos de los turcos; y el de los judíos, eslavos, gitanos, homosexuales y discapacitados entre 1939 y 1945, por obra del nacionalsocialismo alemán.
La supresión de unos y otros sirvió para reforzar y consolidar a los grupos dominantes de dichos dos Estados, que pudieron unificar así las diversas fuerzas centrífugas que había en su propio seno, uniéndolas en el odio hacia "los otros" y en el deseo de destruirlos físicamente.
Estos dos genocidios presentan también otros aspectos comunes. Ante todo, han sido posibles, en sus enormes proporciones, por el Estado moderno, con su inmenso aparato burocrático, su centralización de poder y su monopolio de medios económicos y militares.
Y en ambos casos la política del genocidio se llevó a cabo mediante la utilización de medios técnicos también modernos. Basta considerar los experimentos médicos desarrollados, las complejas operaciones de transporte de personas hacia los campos de concentración y el meticuloso proceso de eliminación de cadáveres.
Al igual que todas las empresas encaminadas de modo racional, planificado, y eficientemente administrado, el Holocausto superó y empequeñeció a todos sus posibles equivalentes premodernos dejándolos como primitivos, antieconómicos y poco efectivos.
Y ello, puesto que el moderno asesinato en masa se distingue por la ausencia de toda espontaneidad y por la incidencia de la planificación racional y calculada, la casi completa eliminación de la contingencia y de la casualidad, y por su autonomía frente a las emociones grupales y los motivos personales. Ante todo, se destaca por su intención y por constituir un ejercicio de ingeniería social.
Para la consumación de ambos exterminios fue necesario contar con un aparato burocrático, en cuanto mecanismo rutinario de resolución de problemas. Lo cual probó que la burocracia es intrínsecamente capaz de acometer una acción genocida en la medida en que cuente con un proyecto audaz para un orden social, con la capacidad de elaborar ese proyecto y con la decisión de ponerlo en práctica.
Tal como sostiene Zygmunt Bauman, durante el curso del proceso civilizador se ha dado una nueva orientación a la violencia y se ha redistribuido el acceso a ella. Al igual que otras muchas cosas que nos han enseñado a aborrecer y detestar, la violencia ha sido apartada de nuestros ojos pero no eliminada. Desde el punto de vista de la experiencia personal se la ha limitado y privatizado, tornándola invisible.
Confinada en territorios segregados y aislados, resulta por lo general inaccesible a los restantes miembros de la sociedad. Ello por cuanto se la ha exportado a lugares lejanos que carecen de importancia para la vida cotidiana de los ciudadanos: los guetos urbanos, las fábricas clandestinas, las cárceles y los neuropsiquiátricos, entre otros sitios, en donde su ejercicio se haya pacíficamente normalizado.
De modo que otras formas de violencia, también masivas, modernas e invisibles, siguen poblando el escenario social contemporáneo. Acaso sean el germen, en tiempos ordinarios, de los asesinatos programados y de los exterminios que de tanto en tanto azotan a los entramados humanos.
MARTÍN LOZADA (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Juez de Instrucción y profesor de Derecho Internacional Universidad FASTA, Bariloche