Todo esto (lo que sigue) viene a colación de que hace unas horas me descubrí pensando en aquellas cosas que uno (este servidor, al menos) haría poco antes de morir, o si, por el contrario, tuviera vida de aquí a la eternidad. ¿Qué haría en cualquiera de estas situaciones?
Para bien o para mal he dispuesto de momentos que terminé considerando definitivos, disparadores de acciones osadas y que de transcurrir un día normal, jamás habría siquiera calculado mentalmente.
Sentado (atrapado) en el sillón del dentista, planifiqué un viaje y una fuga. No es que estuviera pensando en morir pero sí en que la vida merecía, después de tan civilizada tortura, una pizca de condimento.
Recuerdo, entre postales rotas, el triste final de mi padre y la idea inmediata, feroz, que albergué de vender su casa para expulsar los fantasmas que hasta entonces no habían dejado de saludarme. Sin embargo, a su muerte, no la vendí. Lo hice muchos años después cuando las aguas estaban calmas y casi sin darme cuenta, por extraño que esto suene, a una pareja de amigos que se habían enamorado de ella.
La madrugada en que nació mi hija me supe eterno. Prolongación de un rayo luminoso que seguiría su curso por el universo para jamás apagarse. Entonces tomé la decisión de ser menos precavido, de vivir más intensamente y de aprender a disfrutar de las pequeñas cosas de la vida. Sobra agregar que no lo conseguí. Un mes después sufría ataques de pánico, anticipaba mi muerte cada cinco minutos y visitaba con desesperación psiquiatras, psicólogos, médicos clínicos y especialistas de un amplio espectro. Supuse, erróneamente, que mi tortura mental terminaría en cuestión de meses. Duró años. Y todavía ando en veremos.
Tiempo atrás cometí la estupidez de separarme de los seres que mas quiero, mis hijos y mi compañera, por tiempo ilimitado. En una noche fría, poco antes de partir, les besé la frente a cada uno. Lloré como un desconsolado. Me fui jurando que a partir de aquel día crucial cambiaría por completo mi conducta posterior. Erradicaría los adioses del lenguaje con mis ángeles. Puedo asegurarles que cumplí.
Si se diera el caso de que me quedaran unas horas de vida, por enfermedad, encierro (enclaustrarme alguna vez cruzó mi mente) o viaje, sabría que hacer con cierta exactitud. Abrazaría a mis pequeños, escribiría dos cartas de amor firmadas de puño y letra, brindaría con champagne extra frío con mi mujer por lo hecho y lo soñado, y repasaría los versos de gente como Pablo Neruda, Abilio Estevez, así como párrafos enteros de los libros de Manuel Vicent y Arturo Pérez Reverte, le prendería una velita a San Truman Capote para no olvidarme de las entrevistas de Feliciano Fidalgo. También escucharía canciones tristes de "Everything but the girls" y "Portishead".
Y si fuera a vivir por siempre, pues, haría básicamente lo mismo, a excepción de las cartas de amor de puño y letra porque me daría verguenza encontrarme con los rostros un poco molestos, aterrorizados o sorprendidos de mis musas inspiradoras. Aunque agregaría un par de actividades más. Una de ellas, ver periódicamente "El sabor del té", un filme de Katsuhito Ishii y, por supuesto, "Casablanca" de Michael Curtiz. No soy capaz de explicar acerca de qué trata realmente el filme de Ishii (aquel que dibujó el animé en "Kill Bill"), puesto que en su obra todos los temas son tratados: el amor de un chico que recuerda mi propia locura de enamorado, el juego del Go como pretexto de la amistad, la vida en familia, la nada entre un espacio de la tarde y otro. Hay un empeño mágico en esta película que me hace suponer que somos ecuaciones imperfectas en constante evolución hacia la perfección.
Por sobre el sortilegio de seguir respirando infinitos días o de terminar aquí mi humilde existencia, quisiera rectificar un error. Me gustaría escribir la carta apasionada de la que les hablaba. Porque en el fondo cada día es una oportunidad y un amanecer. Si el poema dedicado existiera diría más o menos así: "Tu imagen viene de ninguna parte hacia mi. Quisiera entenderla, y saber qué esconde el reflejo brillante de tus ojos, el racimo de tus hombros que se escapa de tu remera. Quisiera que tuvieras palabras para salir huyendo. Que sin excepciones a la regla me dijeras qué quieres, si algo quieres de mi aún. Porque, créeme mujer, yo no puedo enseñarte nada. Yo no sé más de lo que tú ya sabes de esta vida intensa y cruel. Te he estado esperando de un modo que no imaginas. Me ocupo descifrando crucigramas. Tal vez, y no deja de dolerme, todo este "nosotros" sea apenas un sueño mío. En ese sueño, te abrazo hasta dejarte sin respiración, y no preguntas, y no dices, y no planificas, simplemente ya sabes cuanto amor he podido guardar para vos hasta hoy. Y es que quiero verte más allá de lo que cualquier otro pueda ver. Entrar hasta donde se oculten todos tus tesoros y tu ciudad prohibida. Razón o locura, espero que firmes conmigo un contrato por tu alma. Tu delicada sangre y el perfecto sabor de tus labios."
CLAUDIO ANDRADE
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