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a letra k, cuyo nombre es ka, está muy poco frecuentada en nuestro idioma. En España fue introducida por la invasión de los visigodos hacia el siglo VII, quienes –según Ortega y Gasset– de entre los todos los bárbaros eran los pueblos más brutales y atrasados. La k en nuestra lengua está en práctico desuso y sólo aparece en las vocablos de origen griego. Tiene, sin embargo, alguna vigencia en las prosaicas designaciones de magnitud de peso y longitud, como kilogramo y kilómetro. Aunque su sonido es imprescindible en nuestra lengua, tiende a ser destituido por otras letras que cumplen la misma tarea, la c y la q. En el idioma alemán, la k tiene una función anuladora: como prefijo niega al artículo indeterminado “eine”, en alemán alguno; “keine”, entonces, significa ninguno. Obviamente la k es inicial de muchos apellidos famosos, generalmente de estirpe gálica, germánica o eslava, como fácilmente reconocerá el lector. Pero Franz Kafka odiaba la letra k. Posiblemente porque era la inicial de su apellido paterno. Como se sabe, la relación del gran escritor con su padre no era buena. Contradictoriamente, Kafka confiesa que “sin embargo, escribo siempre esa letra, que es muy característica de mis textos”. –Recuérdese que el protagonista de su novela “El Castillo” es un hombre negado en su condición ciudadana, un ninguneado, un “keine”, a quien el Estado imperial ignora y que se llama simplemente K. ¡Sería de investigar el misterioso entramado de la seducción de las letras en las personas que permanecen inadvertidas respecto de las magias del lenguaje! Pero fue el imperio austro-húngaro, que duró desde l867 hasta 1918, el que pretendió darle a la k una imponente trascendencia histórica como símbolo de poder político. Este imperio era dual: en Austria había un emperador, el eterno Francisco José, que a su vez era rey en Hungría. Pero ambos países dictaban sus propias leyes independientemente, aunque había unidad en sus relaciones exteriores. Esta extraña institucionalidad regía una selva multinacional y multilingüe: checos, eslovenos, eslovacos, italianos de Trieste, polacos y rutenos, rumanos, húngaros y magiares, croatas y eslavos de confusa procedencia. Pero desde la capital, Viena, gobernaban los alemanes, aunque eran una relativa minoría en el vasto conjunto de territorios de Europa central comprendidos por el imperio. Este régimen monárquico dual no pudo nunca dominar las rebeldías de las nacionalidades que lo integraban, pero se mantuvo sobre la base de un rígido conservadurismo. Fue una larga decadencia de un seudo imperio que nació agotado y que se derrumbó luego de la Primera Guerra Mundial, que el propio imperio impulsó como si cumpliera con el destino fatal de su propia destrucción. A veces, los pueblos, y a menudo los gobiernos, marchan hacia los abismos cantando mansamente salmos de autoglorificación del sacrificio. Paradójicamente, el modernismo “fin de siècle” que florecía en París o Berlín, alcanzó en Viena un brillo inusitado en las artes y las ciencias. La vida intelectual no se condecía con una organización estatal absurda, pesada e ineficiente, con gobiernos a espaldas de la realidad de los cambios que se desarrollaban en toda Europa. K-k o bien “kund k” (o sea k y k en español) eran las iniciales de esa dualidad: kaiserlich (imperio) y könichlig (reino). Estaban inscriptas en todos los edificios públicos, en los documentos oficiales, en los sellos de correo, en el lenguaje de la burocracia estatal, en las escuelas y los hospitales, en los cuarteles y en los teatros. Pero ambas requerían una verdadera sabiduría esotérica para distinguir en qué caso debía usarse una u otra fórmula, y su mal uso podía convertir cualquier acto en algo antijurídico. La dualidad se extendía a todos los órdenes: la constitución era liberal, pero los gobiernos eran autoritarios y clericales, se fomentaba la actividad cultural, pero regía una severa autocensura de los prejuicios, y cuando hacía falta se ejercía directamente la represión de una censura sofocante de entre las sombras policiales. “Ante la ley todos los ciudadanos eran iguales, pero no todos eran igualmente ciudadanos. Había un parlamento que hacía un uso tan excesivo de su libertad que estaba siempre cerrado: pero había una ley para los estados de emergencia, que delegaba todas las facultades en la Corona y gabinete”, cuenta Robert Musil (1880-1942) en “El hombre sin atributos”, quizás la obra literaria más importante del siglo XX. Musil bautiza al imperio como Kakania. “Combina en ese nombre dos sentidos diferentes. En la superficie está acuñado a partir de las iniciales K. Pero para quienquiera que esté familiarizado con el habla alemana de niñeras y enfermeras, conlleva también el sentido secundario de “Excrementia” o “Fecalandia” ( A. Janik y S. Toulmin, La Viena de Wittgenstei, Taurus, 1974.) Sin embargo, al compás de los valses de Strauss y al regusto empalagoso de las tortas de chocolate, en Viena se desarrolló una asombrosa creatividad y una pléyade de magníficos espíritus: Freud y el psicoanálisis; Fritz Mauthner y Karl Kraus en la crítica del lenguaje y la sátira periodística; Albert Loos y la nueva arquitectura; la escuela económica de Viena de Rudolf Menger y Ludwig von Mises; Gustav Mahler, Arnold Schonberg y Alban Berg y la revolución de la música contemporánea, Gustav Klimt y Oskar Kokoshka en la nueva pintura y, en fin, la milagrosa figura del joven Ludwig Wittgenstein, que compuso a los 22 años su Tratado Lógico Filosófico cuando era prisionero de guerra en 1917. Había en Viena una extravagante conjunción de frivolidad e hipocresía, de dulce indiferencia política y de pasión por las artes, de rebeldía ante las injusticias y de oscura represión admitida, y ésos fueron los signos de la descomposición imperial. Hoy ya nadie recuerda el símbolo de las dos K, excepto los historiadores. El paso de los años es inclemente con estos artificios del poder. Y ahora es más conocido por el satírico nombre que le impuso un gran literato y ensayista. Como se ve, la letra k tiene algunos antecedentes desafortunados. El lector que quisiera encontrar alguna coincidencia con la realidad argentina, deberá negar esa intención, al menos en la voluntad de quien esto escribe. La Viena de principios de siglo es incomparablemente más vital y brillante que nuestra capital y desde luego el sistema imperial real no tiene ninguna equivalencia con la institucionalidad argentina, excepto por las sospechas del doble comando. Pero si alguna duda existiera respecto de las abismales diferencias, recurramos al citado Robert Musil: “A pesar de todo lo que se diga en contra –advierte con suprema ironía– Kakania era un país de genios y probablemente ésa fue la causa de su ruina”. Temo que no sería posible descubrir esa opulencia en el a menudo decepcionante horizonte de la así llamada “intelectualidad” de la kakania argentina. OSVALDO ÁLVAREZ GUERRERO (Ex gobernador de Río Negro; ex diputado nacional por la UCR) Especial para "Río Negro"
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