Como pudo preverse, la sensación generalizada de que las economías del Primer Mundo están en graves problemas ha desatado una ola de hostilidad hacia los inmigrantes procedentes del Tercero y, en la Unión Europea, de miembros atrasados como Rumania. Por lo pronto, la reacción más dura se ha producido en Italia, donde el flamante gobierno de Silvio Berlusconi quiere expulsar inmediatamente a los inmigrantes ilegales, pero también en España, con un gobierno calificado de centroizquierdista, donde están pensando en medidas no tan distintas que podrían llegar a afectar a medio millón de personas. Mientras tanto, la Unión Europea quiere coordinar las políticas inmigratorias de los 27 países que la integran para que no queden unos, como hasta hace poco España e Italia, en los que sea relativamente fácil entrar para entonces trasladarse a Francia, Alemania o el Reino Unido, los destinos preferidos de la mayoría. Se estima que, de aprobarse el esquema que está discutiéndose, aproximadamente ocho millones de sin papeles se verían obligados a regresar a sus países de origen.
La transición abrupta desde la permisividad normal, cuando se suponía que los inmigrantes eran necesarios para mantener creciendo las distintas economías europeas, hasta la severidad actual está en la raíz del drama humanitario planteado por la presencia en Europa de millones de personas que viven en una especie de limbo extralegal. Fue la convicción difundida en África, Asia y América Latina de que una vez en Europa los recién llegados no se enfrentarían con problemas graves, ya que tarde o temprano podrían legalizar su situación y de todos modos no se verían expulsados, lo que tentó a muchos a emprender la aventura. Después de todo, de haber dejado saber antes las autoridades de los distintos países europeos que aplicarían las leyes existentes al pie de la letra, la mayoría de los que carecen de la posibilidad de conseguir la documentación exigida se hubiera quedado en casa, pero por motivos económicos, y también por presión de los muchos que están persuadidos de que restringir el movimiento de las personas es malo por principio, se permitió que Europa se inundara de inmigrantes mayormente tercermundistas que no podría absorber y que repudiaría en cuanto se produjera la próxima crisis económica.
Todo país tiene derecho a elegir a quiénes admitir y a quiénes no. Por su parte, los interesados en probar suerte en otra latitud tienen derecho a exigir que las reglas sean claras para que no haya riesgo de equivocarse. Sin embargo, los gobiernos europeos siempre han preferido cierto grado de ambigüedad, acaso por entender que les convenía disponer de una población flotante vulnerable que pudieran usar cuando la economía anduviera bien y desechar en cuanto no les resultara útil. Asimismo, en los años de auge las elites europeas subestimaban las dificultades que serían planteadas por la convivencia de los nativos menos privilegiados con comunidades numerosas de gente de idiomas, costumbres y cultos religiosos muy diferentes y tal vez en última instancia incompatibles. En Europa, los más hostiles hacia los extranjeros, en especial los oriundos de África y Asia, son de la clase obrera que tienen que competir con ellos no sólo en el mercado laboral sino también para conseguir beneficios sociales; muchos se consideran víctimas de la discriminación a favor de minorías promovida por los comprometidos con el multiculturalismo. Tales actitudes ya son comunes en todos los países de la Unión Europea y, a menos que muy pronto se inicie un boom económico, no se modificarán. Por el contrario, lo más probable es que se intensifiquen, sobre todo en países como España e Italia que, cuando los inmigrantes escaseaban, se enorgullecían de su tolerancia pero que ahora tienen que afrontar las dificultades supuestas por el ingreso de millones de personas de origen extranjero. Según las cifras disponibles, hace apenas ocho años los inmigrantes constituían sólo el 3% de la población española, pero en la actualidad llegan al 12%. Aunque en Italia la proporción es decididamente menor, parecería que la visibilidad tanto de los extracomunitarios como de los gitanos rumanos es mayor, de ahí la xenofobia que contribuyó tanto al reciente triunfo electoral de Berlusconi.