Mucho antes de que internet se hiciera popular, Jacinto y Olga se fueron conociendo mediante el ida y vuelta del correo postal. Su historia de amor trascendió las fronteras de mi pueblo el día en que salió en los medios nacionales. El, vendedor de diarios, ella ama de casa. Después de haber descubierto la dirección del otro en una revista dedicada a los corazones solitarios, intercambiaron postales de sus respectivas geografías, esquelas que goteaban miel y besos dibujados en la forma de labios rojos. Cosa de chicos compartidas por dos adultos que andaban en sus sufridos cuarenta. Ninguno era una pinturita. Tampoco abrigaban esperanzas al respecto. No venía al caso la belleza del otro.
De las cartas pasaron a las llamadas telefónicas pero no por mucho tiempo puesto que entonces en mi pueblo había un único teléfono público, grande y negro, al que se le daba aliento con una manija. Por supuesto, era caro. Finalmente Olga se volvió cuerpo y alma. Se vieron, se enamoraron, se casaron. El la conquistó con el defecto de su voz de cantor afónico de diarios y la rebeldía de su barba al ras eterna e incipiente. Y a pesar de su condición humilde, Olga lo aceptó. Ella por su parte sólo tuvo que meterse en la cocina para demostrarle que si, efectivamente, era la princesa del sabor. Una dama refugiada detrás de vestidos amplios, tapizados en flores, chillones y desvergonzados. Ninguno podría haber sido nunca tapa de "Vogue" pero, hasta donde yo sé, se amaron.
Jacinto agradeció su suerte. Encontró el amor en el nombre de una mujer que evaluó otra cosa que su brutal aspecto. Puesto que el hombre no era ni pulcro, ni dotado de equilibrio en las facciones, ella tuvo coraje de observar en lo profundo hasta descubrir cualidades como la lealtad, la sinceridad y el aplomo frente a las vicisitudes de la existencia.
Los que tenemos los hombros caídos, los que pecamos de chuecos, algo tuertos y hasta resignadamente calvos; los que no encajamos en el molde ni aunque nos apretemos con tenazas, estamos condenados a pelear un sitial en el alma ajena con las armas del ingenio, el estilo o la originalidad. Condenados, o determinados, a ir más allá de los imposibles de la belleza. Trascender el estereotipo de lo perfecto hasta avanzar por un territorio en el que las ciencias exactas se diluyen.
La apertura de los otros, hombres y mujeres, su don de gentes, su maravillosa sensibilidad, son la puerta que permanece abierta o al menos entreabierta, y por la cual podemos colarnos y revelar, a falta de otras gentilezas de la genética, que tan listos, especiales, valerosos o comprometidos somos.
Vivimos en una era cruel. Una que bien caracteriza, por ejemplo, la serie norteamericana "Nip/Tuck", obsesionada por un horizonte en colores. Al menos en apariencia no hay espacio para quienes no son propietarios de alguna de las preciadas joyas de la estética contemporánea: o los pechos llenos o los labios carnosos o los bíceps que explotan o la mirada de lince. A tanto argumento físico las personas deben sobrevivir a riesgo de convertirse en personajes de sí mismos. Adecuando su naturaleza creen estar más cerca de la mirada complaciente de sus compañeros de mesa.
El resto debemos apelar a la creatividad y la osadía. Hay un viejo refrán al que no adhiero: "Aunque la mona se vista de seda, mona queda". Pensando también en Jacinto y en Olga, yo que soy la mona, creo que en las virtudes curativas de la seda como una oportunidad legítima de decorar mi tosquedad. Una carta de amor bien escrita puede suplantar también la delicada línea de unas caderas. Una corbata bien combinada es capaz de otorgarle a cualquier hijo de vecino una nueva dimensión y un aura de estrella. El romanticismo y la elegancia, juntos, tienen mucho que agregar en este juego del deseo y las lágrimas.
CLAUDIO ANDRADE
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