De no haber sido por la intromisión de un ciudadano privado, el ex presidente Néstor Kirchner, el gobierno nacional y las organizaciones del campo ya hubieran improvisado un acuerdo para poner fin al conflicto costosísimo que empezó casi dos meses atrás. Pero Kirchner quiere que el enfrentamiento termine con la rendición incondicional de los chacareros, tamberos, ganaderos y sojeros. Desde su punto de vista, una solución negociada, por racional que fuera, equivaldría a una derrota vergonzosa para el gobierno de su mujer que no está dispuesta a tolerar. Es de prever, pues, que el paro continúe y que las pérdidas económicas resultantes sigan amontonándose.
En la raíz de la combatividad de Kirchner está el temor. Teme que si la ciudadanía cree detectar síntomas de debilidad en "el proyecto", se inicie una retirada que concluirá con el colapso del gobierno. Beneficiario él mismo de la inestabilidad crónica de la política criolla, sabe muy bien que un panorama al parecer despejado puede llenarse de nubarrones en un lapso muy breve. También sabe que suele ser muy triste el destino de los mandatarios repudiados por la ciudadanía, sobre todo si se les atribuyen graves actos de corrupción.
Para defenderse contra sus adversarios, Kirchner levantó una serie de muros. Uno, el más importante, consistió en el apoyo electoral de casi la mitad de los votantes: puesto que a su juicio era escasa la posibilidad de que las diversas agrupaciones opositoras formaran un frente unido, pudo dar por descontado que las elecciones presidenciales de octubre pasado fueran un trámite sencillo y que, a pesar de las dudas en cuanto a la capacidad administrativa de su esposa y de su personalidad urticante, ella ganara sin demasiados problemas.
Sin embargo, a apenas seis meses del triunfo de Cristina Fernández de Kirchner, aquel muro se ha desmoronado. De celebrarse elecciones mañana, ¿ganaría en las zonas rurales del país una cantidad suficiente de votos como para compensar las pérdidas en las grandes ciudades? Pocos lo creen.
El segundo muro defensivo es el PJ del cual, por ahora, Kirchner es el jefe pero, como entiende muy bien, para los peronistas la lealtad es un ideal elusivo. De difundirse la impresión de que la etapa kirchnerista está por dar lugar a otra muy distinta, los legisladores, gobernadores e intendentes no tardarían en distanciarse del matrimonio. Como Carlos Menem podrá decirle, es fácil manejar el PJ cuando todo parece ir viento en popa, pero es una tarea imposible cuando sopla en contra.
Hay un tercer muro, el defendido por los seguidores de dos hombres que están entre los menos populares del país entero, Luis D'Elía y Hugo Moyano. El que ambos hayan escoltado a Cristina cuando quiso dar a entender que es una mandataria fuerte que no se permitiría intimidar por una coalición abigarrada de "oligarcas" del campo, "golpistas" y damas "paquetas" del Barrio Norte, fue muy significante. Mostró que prefiere ser considerada una mujer dura, reacia a ceder un ápice, que una de temperamento conciliador. En su opinión, es mejor pagar los costos políticos de rodearse de impresentables de lo que sería parecer débil.
Si ya estuviéramos en la primavera del 2011 y Cristina sólo quisiera asegurar que su período como presidenta terminase sin contratiempos, podrá comprenderse la voluntad de su marido de contar con una especie de guardia pretoriana que le sirva para dominar la calle, pero sucede que estamos en mayo del 2008. Es alarmante que a tres años y medio de las próximas elecciones presidenciales, los Kirchner ya se hayan sentido obligados a prepararse para enfrentar un sitio y que para colmo no les importe un bledo lo que piense de ellos la mayoría que no simpatiza con su "proyecto".
Dadas las circunstancias, lo lógico sería que se esforzaran por congraciarse con los sectores independientes, en especial con los de la clase media, pero por motivos que es de suponer tienen que ver con su presunto apego a un ideario setentista han optado por crearse aún más enemigos. Parecería que a su juicio un fracaso que imputaran a una negativa a abandonar lo que llaman sus principios sería más honorable que una gestión exitosa que fuera posibilitada por acuerdos en que nadie consiguiera todo cuanto pretenda.
La dureza en defensa de valores irrenunciables es siempre positiva, pero carece de sentido si lo que está en juego es sólo un "modelo" ya anacrónico o el poder de políticos determinados. Como su admirado Fidel Castro, que antes de jubilarse insistía en que nada lo haría abandonar su versión autoritaria del socialismo aun cuando Cuba se hundiera en la miseria, los Kirchner parecen resueltos a resistirse al cambio pase lo que pasare.
Tal actitud es insensata. Lo mismo que todos los demás países, la Argentina no tiene más opción que la de adaptarse a las circunstancias o pagar un precio muy elevado por intentar frenar la marcha del tiempo. Un esquema que funcionaba adecuadamente hace dos o tres años no tiene por qué brindar resultados igualmente satisfactorios en la actualidad. Hay un límite al dinero que el gobierno puede sacar de los bolsillos de los todavía solventes para depositarlo en la caja que le sirva para ayudar a quienes a su juicio lo merecen.
La inflación amenaza con salirse de madre con consecuencias pavorosas para millones de personas en el conurbano bonaerense, los cinturones de pobreza que rodean otros centros urbanos y las provincias del norte. Los sindicatos están presionando para más aumentos salariales, la falta de energía podrá provocar apagones masivos en los meses venideros, los mercados financieros están agitados al prever los agentes económicos un crac en el futuro no muy lejano a menos que el gobierno se despierte pronto de su modorra y comience a actuar con vigor.
¿Lo hará? Por desgracia, no hay muchos motivos para creer que la presidenta Cristina logre "relanzar" una gestión que su marido quiere dejar clavada a un pasado que se distancia con rapidez desconcertante. Antes bien, parece decidida a dedicarse durante los años que le quedan en el poder a reivindicar lo hecho por Néstor Kirchner en los cuatro años y medio en que le tocó gobernar el país. Puede que el homenaje así supuesto sea conmovedor, pero puesto que no es del todo probable que los demás se resignen a la parálisis resultante, entraña el riesgo de que los acontecimientos de sus primeros cinco meses como presidenta sean recordados como un prólogo engañosamente apacible del drama tumultuoso que sobrevino después.
JAMES NEILSON