En días recientes varios comentaristas políticos de peso se esforzaron en hallar términos de ascendencia clásica adecuados para una calificación de las arengas desafinadas de Néstor Kirchner cuando, en oportunidad de reuniones multitudinarias en distintos lugares del país acusó entre otras lindezas, de cínicos, especuladores, angurrientos, desabastecedores y -¡horribile dictu!- "sojistas", a los movilizados del campo. Hasta se atrevió a insinuar en relación con ellos la calificación de "incendiarios". Los periodistas no sólo aludían a esas peroratas potenciadas por los agrestes humos del Delta, también diagnosticaban ciertos rasgos de la personalidad del orador. Uno habló de un "síndrome hübris", otro de actitudes "esquizofrénicas", un tercero de "incontinencia dialéctica". A un psicólogo quizá le hubiera parecido más certera que todos esos términos eruditos una palabra que es también de origen griego: "paranoia". ¿Qué significa ésta como diagnóstico clínico? Veamos algunas apreciaciones.
Hay un libro de R. Robins y J. Post que se titula "Political Paranoia" donde se analiza el problema indicado por el título, la gravitación de esta psicosis en muchos devotos del poder. Allí pueden encontrarse referencias jugosas sobre personalidades a las que les alcanza debido a que se han caracterizado en su trayectoria por una retórica propensa a dividir el mundo entre el bien y el mal. Algo de lo que hacían personajes como el senador McCarthy o el ex presidente Richard Nixon y que ha convertido en usual (esto lo añadimos nosotros) la administración de George W. Bush con la inspiración de sus consejeros metafísicos sobre un "Eje del mal". Lo que es común en aquellas figuras, dicen los autores, es que muestran un "desorden de la personalidad", los síntomas de "esa quintaesencial enfermedad política que es la paranoia".
Otras apreciaciones podrían ser halladas por aficionados a hurgar en la Wikipedia (el "sitio" electrónico conocido como "la enciclopedia libre"): "manía persecutoria", "delirio de grandeza", "personalidad dictatorial", "desviaciones autorreferentes", "persona ególatra y desconfiada", etcétera. Este rubro psiquiátrico es muy amplio y con la generosidad propia de internet brinda espacio a contribuyentes terminológicos anónimos. Hay allí para elegir.
Podríamos inclinarnos, si lo hallamos mejor, por la versión muy completa del diccionario Webster (T. 2, pág. 1.638) que dice: "Paranoia: 1) Psicosis caracterizada por ilusiones sistemáticas de persecución o de grandeza. 2) Escisión y proyección. 3) Agresión; tendencia de individuos o grupos a la sospecha o desconfianza hacia otros, basada no en realidades objetivas sino en la necesidad de defender el ego contra impulsos inconscientes. El ego del individuo usa la proyección como mecanismo de defensa y a veces toma la forma de megalomanía compensatoria".
"Krisis" también es palabra griega
Morales Solá, periodista de "La Nación", puntualizó el 27 de abril bajo título "La peor crisis política de los últimos seis años", algunas observaciones bastante dramáticas. Dijo entre otras cosas que el problema político del ex presidente es el exceso de poder y que su peor enemigo es él mismo. Y algo todavía más grave: que en sus discursos fijó decisiones políticas absolutas, habló ante miles dos veces en 48 horas y "dejó sus huellas en la tarea, consciente o inconsciente, de debilitar al gobierno de su esposa". Es en esta realidad incontestable de erosión de la autoridad de una presidenta recientemente electa y a quien le restan consiguientemente casi cuatro años en el ejercicio gubernamental, donde reside quizá lo más preocupante de la situación en que nos ha dejado la irrupción elefantiásico-paranoica de su cónyuge. Esto no ha escapado a la percepción pública sobre el presente político del país y los riesgos que pueden sobrevenir si persistiera una situación apreciada como de bicefalía.
Que se sepa, nadie ha ofrecido una salida inteligente para el problema. Habría una, sin embargo, aunque a condición -imaginaria, claro está- de que lo que está ocurriendo no sea en la República Argentina y en este siglo XXI. Si estuviéramos en Atenas y en el siglo V a.C., podríamos apelar a un sabio y benévolo recurso político que ideó un estadista llamado Clístenes a fin de poner freno a personalismos peligrosos para la vida pública. Consistía en la posibilidad de que el voto de los ciudadanos, escrito en una conchilla, decidiera que la presencia de una personalidad demasiado fuerte se había constituido en riesgo para la tranquilidad social. Se trataba de un medio para alejar del Estado a un líder de una tendencia peligrosa. Ese personaje tenía, sin sufrir otro castigo, que expatriarse por diez años. La institución, como nos enseñaban ya en el secundario, se denominaba "ostracismo" en referencia a la conchilla -"óstrakon"- en las que los ciudadanos, en asamblea popular, marcaban el nombre de quien quisieran ver honorablemente desterrado.
HÉCTOR CIAPUSCIO (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Doctor en Filosofía