Que el ex presidente Néstor Kirchner sienta desprecio por los economistas, incluso por los que dicen compartir su visión política, no es ningún secreto. Raramente deja pasar una oportunidad para acusarlos de ser los responsables de arruinar al país. Es por eso que, luego de desembarazarse de Roberto Lavagna, quiso que el titular del ministerio correspondiente fuera una figura opaca que no soñaría con desafiarlo señalando que sus certezas contundentes se basan en prejuicios anticuados y que por lo tanto sería mejor que prestara atención a las advertencias formuladas por quienes saben más que él. Desde el punto de vista de Kirchner, la sucesora de Lavagna, Felisa Miceli, tenía el perfil adecuado, de ahí su voluntad de mantenerla después del hallazgo de una bolsa llena de dinero en el baño de su oficina. Habrá creído que Miguel Peirano le serviría, pero en su breve gestión se mostró reacio a adaptarse al papel modesto que tendría que desempeñar, razón por la que se negó a integrar el gabinete que se formó cuando Cristina Fernández de Kirchner asumió la presidencia. Martín Lousteau duró aun menos que Peirano porque también tenía algunas ideas propias. ¿Será igualmente fugaz la gestión de Carlos Fernández? Puede que no, ya que el motivo por el que lo eligió para el cargo fue que Néstor Kirchner lo considera un subordinado nato sin excesivas pretensiones intelectuales que no pensará en protestar contra los métodos torpes preferidos por quien es su jefe o por la conducta pendenciera del matonesco secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno.
La toma del Ministerio de Economía por Néstor Kirchner ha intensificado el pesimismo de los muchos que temen que el país se dirija hacia una crisis de proporciones. A pesar de la debilidad de la moneda norteamericana en el resto del mundo, aquí la demanda provocada por la renuncia de Lousteau fue tan frenética que para satisfacerla el Banco Central se vio constreñido a gastar más de 300 millones de dólares, más que en ningún otro día desde hacía seis años. Asimismo, los bonos de la deuda externa se desplomaron y el riesgo país se fue a las nubes. Tal reacción tuvo menos que ver con dudas en cuanto a la capacidad del flamante ministro, que con la sospecha generalizada de que el equipo conformado por el ex presidente y su factotum Moreno podría causar un auténtico desastre ordenando controles de precios que no funcionarán, aumentando cada vez más el gasto público en un esfuerzo por fogonear el consumo, atacando con furia al campo que es la fuente principal de divisas del país y apretando a los empresarios que no son miembros de su club de amigos con legislación que fue confeccionada por el malhadado gobierno de la presidenta Isabel Perón.
Es posible que tales temores resulten exagerados, pero puede entenderse el nerviosismo que ha desatado la voluntad indisimulada de Kirchner de ponerse en "el frente de batalla", como dijo en un discurso violento reciente, para librar una guerra sin cuartel contra todos aquellos que se niegan a comprender que la inflación no plantea ningún peligro grave y que por lo tanto basta con dejar el asunto en manos de Moreno. Tanto los inversores, sean extranjeros o argentinos, como los economistas -a menos que sean tan heterodoxos que fuera legítimo compararlos con los cultores de la medicina alternativa- saben muy bien que intentar prolongar un período de expansión rápida haciendo caso omiso de la inflación y de otros factores negativos no puede sino terminar muy mal. En la jerga de los financistas, tal y como están las cosas, a la Argentina le aguarda no un aterrizaje suave sino uno forzoso, que con toda probabilidad tendrá lugar en el 2009. Aun cuando las previsiones de este tipo resulten demasiado pesimistas, el que quienes están en condiciones de decidir el destino de cantidades ingentes de dinero se hayan persuadido de que el país va hacia una nueva crisis que surgirá en el futuro próximo asegurará que no recibamos las inversiones necesarias para que el crecimiento sea sostenible, de ahí los vaticinios de quienes prevén que por culpa de Kirchner pronto entraremos en una etapa signada por la "estanflación", o sea, por una combinación nefasta de estancamiento con inflación muy similar a las que experimentamos en los años setenta y ochenta del siglo pasado.