Hace unos 20 años que a mis abuelos les va quedando poco tiempo de vida. Unos 15 años atrás, y como verán este asunto se resolverá de aquí en adelante en cifras abultadas, mi abuela me despidió a mi y a mi mujer con un "¿Y ahora?", como una manera de expresarme su duda acerca de un eventual reencuentro. Para nuestra suerte hubo muchas otras despedidas y reencuentros, que terminaron por convencer a mi abuela de que ella y nosotros viviríamos para siempre. Saludables, medianamente felices y, por sobre todas las cosas, probables: el hoy, para ella, sirve a modo de anticipo del mañana. Horas atrás terminé de ver una película que me hizo pensar en algunas escenas familiares, "The Savages".
La historia es una especie de versión poco glamorosa de "Las invasiones bárbaras". Aquí nada puede significar lujo, inteligencia superlativa o incluso ternura por una Edad de Oro perdida. No, en este filme de Tamara Jenkins todo tiene el perfume de la realidad por incómoda. Y a veces ese perfume se manifiesta como olor a desinfectante. Hay un hombre viejo y demente, y dos hermanos que aunque no le guardan rencor reconocen en él a alguien que fue incapaz de cuidarlos cuando niños. Ahora la situación ha girado en 180 grados y la precariedad acosa a su progenitor.
El padre acaba de perder mujer y techo en la siempre calidad Sun City. No tiene dónde ir, salvo el lugar que la caridad de sus hijos le procuren. Sin quejarse demasiado y sin expectativas de redención, los hermanos van de un hogar de ancianos al otro, con el gesto cansino de quien ha emprendido una labor que quizás no tenga término. En el medio se tejen tantas cosas. La vida misma de los personajes. Sus deseos, sus pasiones, sus sueños rotos, sus mascotas. ¡Sus mascotas!
Mi madre ha dicho que pasará su años finales en su casa del campo. Un rancho que, desde que lo compró, poco a poco ha ido tomando forma. Primero enclenque y sin servicios, ahora pintado y a punto de resultar confortable. La evolución de su refugio ya la vio pasar de maestra en actividad a retirada. Mientras un hecho crece, ella especula con su ocaso.
Tiene la convicción de que quién no abandona sus propósitos no necesita demasiada ayuda. Sus padres, los abuelos del principio, aun trabajan a su ritmo en su residencial. Nadie intercede por ellos ante la rigurosidad que les impone el paso del tiempo.
La existencia guarda sorpresas a sus más convencidos protagonistas. Por décadas mi abuelo cargó un rifle destinado a apagar su vida cuando el corazón se lo ordenara. Pero su corazón se ha portado de manera condecendiente y sus articulaciones aun lo acusan de pibe. El rifle se perdió entre los cachibaches aunque, noche tras noche, según me ha confesado, tiene la duda de si volverá a despertar. Una de sus ideas recurrentes es no morirse después que la Julia, su mujer. Sería muy triste y serviría sólo para anunciar la fecha de su funeral.
Cada uno de los hombres y mujeres que conocemos poseen su breve historia del adiós. Mi padre convenció por tres meses a la muerte de que estaba vivo. Mi otro abuelo, desapareció en los cerros de Valparaiso. Mi abuela, asegura haber recibido el anunció de su muerte pero decidió desecharla y aun sale a comprar carne vestida de punta en blanco. Pequeña, veloz y centenaria. Mi bisabuelo murió entre la matas de un sembradío con un libro de aventuras en el bolsillo.
Estos ejemplos cercanos me invitan a creer que también somos autores del último tramo del camino que un día deberemos andar.
CLAUDIO ANDRADE
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