Ante un nuevo aniversario del genocidio armenio por arte de Turquía, tiene sentido volver a reflexionar sobre la naturaleza de los comportamientos de exterminio y muerte programada.
Uno de los grandes intelectuales del presente, el polaco Zygmunt Bauman, dedicó su obra titulada "Modernidad y Holocausto" (1989) al acontecimiento que habría de seguir las huellas del genocido armenio: la persecución nacional -socialista. Y propuso que fuese tratada como una prueba rara, aunque significativa y fiable, de las posibilidades ocultas de la sociedad moderna.
Al respecto, sostuvo que el holocausto se gestó y se puso en práctica en nuestra sociedad moderna y racional, en una fase avanzada de nuestra civilización y en un momento culminante de nuestra cultura. Justamente por eso lo considera un problema de esa sociedad, de esa civilización y de esa cultura.
Tanto es así que la elección del exterminio físico como medio más adecuado para lograr la solución final fue resultado de rutinarios procedimientos burocráticos; es decir, del cálculo de la eficiencia, de la cuadratura de las cuentas y de la normas de aplicación general.
Sólo en un contexto tal se pudo concebir, desarrollar y realizar la idea del holocausto. Concretamente, en una cultura burocrática que nos incita a considerar la sociedad como un objeto a administrar y como una colección de problemas varios a resolver.
De modo que los ingredientes del compuesto asesino estuvieron constituidos por una ambición típicamente moderna de diseño e ingeniería sociales, mezclada con una concentración intrínsecamente moderna de poder, recursos y administración.
Para Bauman, además, el moderno asesinato en masa se distingue por la ausencia de toda espontaneidad y por la incidencia de la planificación racional y calculada. Se caracteriza por la casi completa eliminación de la contingencia y de la casualidad y por su autonomía frente a las emociones grupales y los motivos personales.
Y aunque fenómeno moderno, afirmó que la modernidad no es "conditio sine qua non" de holocausto. Ha sido, más bien, consecuencia del impulso moderno hacia un mundo absolutamente diseñado y controlado, pero una consecuencia que se produce cuando ese impulso se empieza a descontrolar y se expande desbocado.
Afortunadamente, la mayor parte del tiempo se evita que la modernidad se descontrole. Sus ambiciones chocan con el pluralismo del mundo y se detienen antes de realizarse, por falta de un poder absoluto que sea lo suficientemente absoluto y de un ejecutor monopolista lo suficientemente poderoso como para aplastar a todas las fuerzas autónomas, compensatorias y atenuantes.
Christian Delacampagne, siguiendo la línea de trabajo propuesta por Bauman, sostiene que es necesario pensar el genocidio y reconocerlo como la invención más característica de la modernidad. Prueba de lo cual resulta que la racionalidad moderna o, si se prefiere, la razón en la forma que le dio la filosofía moderna, mantuvo importantes vínculos con el sistema tecnoburocrático que produjo Auschwitz.
En la medida en que esa racionalidad incidió en la producción de Auschwitz, y toda vez que la filosofía se vio comprometida de manera infinitamente más estrecha que la geometría o la música, a ella le toca, desde ese momento, llevar a cabo el trabajo necesario para que fenómenos parecidos no se reproduzcan.
Este nuevo aniversario del genocidio armenio invita a reconsiderar, una vez más, las condiciones sociales y económicas que favorecen la producción de una modalidad criminal alguna vez definida como "crimen de crímenes". Máxime, cuando ella se encuentra mayoritariamente signada por el negacionismo y la impunidad.
MARTÍN LOZADA
Especial para "Río Negro"
(*) Juez de Instrucción y profesor de Derecho Internacional Universidad FASTA, Bariloche.