El 29 de marzo hubo elecciones en Zimbabwe, un país bendecido por su tierra, cuyas coloridas flora y fauna se bañan en cataratas y duermen sobre diamantes, aunque su pueblo danza de pies descalzos en la pobreza mientras sus dirigentes se abrazan entumecidos al bastión del poder y el resonar de los tambores anuncia un nuevo combate.
Luego de las semanas transcurridas aún se desconoce el resultado definitivo de aquellos comicios aunque nosotros, desde esta orilla del Atlántico, a duras penas podamos escucharlos o al menos referenciar geográficamente ese país al sur del mapa en aquel vasto continente africano.
Hoy se nos abre una ventana mediática a su suelo e impávidos asistimos como lejanos observadores a unas elecciones presidenciales. Se habla de fraude, violencia, miseria y desesperanza... clásicas descripciones de un África estereotipada como salvaje e irracional, continente ajeno y lejano cuyos sueños viven enmarcados en la dependencia de la caridad internacional.
Robert Mugabe -ahora más cuestionado que nunca- ha gobernado Zimbabwe desde su independencia, en 1980. El territorio solía llamarse Rhodesia en honor a Cecil Rhodes, su colonizador británico y luego fundador de la poderosa compañía minera De Beers, que supo controlar la mayor parte de la producción de diamantes del mundo.
Cuando se creyó que el apogeo de África más austral aparecía bajo los pies de quienes la habitaban no fue más que el comienzo de su propia decadencia. La paradoja se repite en todo el continente: donde se encuentran materias primas, los autóctonos mueren de inanición, sus hijos son reclutados para la milicia y sus hijas, empleadas como sirvientas o trabajadoras sexuales. Después de cientos de años de esclavitud y colonización en África, la globalización de sus mercados supone la más letal de las humillaciones hacia su población, mientras la arrogancia de los países dueños del poder económico cada vez se cobra más de sus vidas. Tierras repletas de riquezas naturales y culturales zanjadas por la avaricia del mundo que osó denominarse "civilizado", aunque igualmente aprovechadas por una elite africana que, en ciertos casos, incluso supo convertir la muerte en una auténtica forma de vida.
El panorama es mucho más complejo que lo que la vorágine de los medios de comunicación es capaz de mostrarnos; quizá debido a sus tiempos, quizá por detentar parte de recónditos intereses.
Me es difícil olvidar aquella mañana de marzo de 1992 en que nos apiñamos frente a un gran televisor de una tradicional escuela blanca en Sudáfrica buscando saber si al día siguiente seríamos acompañados por las milicias a estudiar: era el día en que los ciudadanos blancos votaban en el referéndum que le diría sí o no a su igualdad con las demás razas.
Las angustiadas líneas de aquellas cartas que llegaban desde Argentina -siempre demoradas- hablaban del desconcierto, decían sólo escuchar del número de muertes y víctimas de violencia por día, cantos tribales descontextualizados y el rugir económico de las grandes urbes, al tiempo que veían cómo el mundo ya planeaba insertar un socio más a su mercado, una vez que se abriera el bloqueo internacional.
Luego se conocería aquella histórica jornada como el comienzo del entierro -al menos formal- del régimen del Apartheid, que dos años más tarde daría su fruto más preciado: las primeras elecciones democráticas en la historia del país, con la consecuente asunción de Nelson Mandela a la presidencia. Pero, mientras tanto, se escuchaban sólo voces de expertos que evaluaban la situación desde un confortable escritorio, muy lejos de sentir su rostro humedecerse por la brisa del océano Índico.
Y el transcurrir de estos días en Zimbabwe me recordó a aquéllos del período de transición en Sudáfrica. Lo cierto es que la realidad del continente africano es extraordinaria e infinitamente compleja. Hablar de África hoy es hablar de una multiplicidad de culturas, lenguas y etnias que poco tienen que ver con la realidad del Estado-Nación dibujada por el fin del colonialismo a partir de los años sesenta. Sólo podrá comprenderse desde el análisis de un entramado complejo de actores, entre los que se encuentran gobiernos africanos, potencias regionales e internacionales, "señores" de la guerra, transnacionales del diamante o del petróleo u organizaciones intergubernamentales -por citar algunos- con intereses políticos y económicos y con la capacidad suficiente para perpetuar incluso situaciones de violencia, siendo siempre la población civil la principal afectada.
Es cierto que el octogenario Mugabe buscará retener su poder -formal y real- a toda costa; no obstante, en todos estos años ha sabido cultivar buenos oponentes (tan buenos que le acaban de arrebatar por primera vez la mayoría en el Parlamento y ahora van por su lugar). De su período presidencial -que comenzó con un país que se proyectaba como el granero de África y con el 85% de alfabetización- será imposible olvidar que fueron masacrados miles de personas de la tribu ndebele en los '80, que la desocupación alcanzó el 75% y la inflación, un pico del 100.000%, además de la violenta campaña de expropiaciones agrarias contra los ciudadanos blancos en el 2000, situaciones éstas que a veces se presentan fuera de foco por estos días.
El tiempo dirá si ha llegado la hora del movimiento opositor liderado por Tsvangirai o bien si Mugabe reincide en la victoria, aunque sólo la historia será capaz de juzgar si finalmente se habrá producido un verdadero cambio en el destino de aquel pueblo lejano, tan olvidado y estigmatizado por el así llamado mundo desarrollado. "Hasta que los leones tengan sus propios historiadores, las historias de caza siempre glorificarán al cazador", reza un proverbio nigeriano.
MARÍA CAROLINA GRANJA (Abogada y licenciada en Comunicación Social. Becaria en la República de Sudáfrica en 1992-1993)
Especial para "Río Negro"