| El estado psiquiátrico de Pablo es cosa discutible, y no entraré en aguas tan profundas. Lo que no es discutible es que irradia felicidad. Su presencia se destaca aún en un escenario como el que paso a describirle: cuadra céntrica, entrada de hospital, quiosco abierto las 24 horas, gente que va y viene, gente que espera, gente que se instala desde temprano con puestitos itinerantes que acompañan el ajetreo. He visto a Pablo muchas veces, aunque debo admitir que lo he mirado poco, o viceversa. Y no es que su presencia pase desapercibida, aún en el vórtice diario, dinámico, que caracteriza el lugar. Pablo es un chico alto y flaco, vestido de lo que se le ocurra, y cuya residencia provisoria -va y viene, me dijo el dueño del quiosco -, está ubicada al borde de un arbolito tan alto y flaco como él. Lo acompañan una muy usada mochila, una mantita y una permanente sonrisa. Voy a darle un ejemplo que su absoluta libertad para vestirse como se le ocurra: ayer, tipo dos de la tarde, tomaba mate sentado al lado de sus petates, con una bermuda colorida y una remera ídem, y portando en su cabeza un gorro hecho de un guante de goma amarillo, como el que usamos en la cocina, gorro del cual sólo emergían inflados los dedos índice y menor, y habría que ser prudente al definir dicho simbolismo por las pautas normales y corrientes, porque Pablo no responde a esas pautas. Como siempre, sonreía, miraba a través de una, no sé si me entiende, o miraba más allá de la piel; esas miradas absolutamente poderosas en su inocencia. El dueño del quiosco, quien me informó que el chico se llama Pablo, lo caracterizó como "uno de los enfermos mentales que anda por aquí, y no el más loco", y ante mi comentario de que parecía feliz me explicó, razonablemente, que "era la forma que encontró para escapar de sus problemas". Bien; si es así, parecería que dejó los problemas muy atrás, cosa que cualquiera de nosotros no podría afirmar tan livianamente, ¿verdad? También me informó que no era tan chico, que tiene un pibe de unos diez años "que nunca viene". Así que yo sólo veía la punta del témpano, claro. Recordaba todo esto a la mañana, caminando rumbo al centro, en ese espacio que ya he caracterizado como "la hora de los locos", y que tiene su mayor crispación alrededor de las ocho, cuando todos los vehículos, y sus conductores, encaran una carrera demencial para llegar a algún lado y todo ser humano que camine encara esa misma carrera pero en condiciones más desfavorables, claro. Qué estará haciendo Pablo, me preguntaba, puesto que estaba a una cuadra del escenario, mientras trataba de contener la respiración ante una densa nube de monóxido de carbono que dejaba a su paso el colectivo urbano. Y aquí debo explicarle por qué llamo escenario al hábitat de Pablo. Escenas habrá muchas, teniendo en cuenta que es la entrada y salida de esperanzas y miedos. Ocurre que es escenario en serio para este flaco estrafalario, tal como comprobé la otra noche, muy tarde, anoticiada de la total ausencia de cigarrillos en mi cartera, ¡y eso sí que es un drama! De modo que fui al lugar que seguro, seguro, estaba abierto. Sí, ese mismo. Estacioné en doble fila, caminé rauda hacia el quiosco, y he aquí que Pablo inició una representación de lo que me esperaba si llegaba algún inspector -incluida una grotesca guillotina sobre su notable nuez y un posterior movimiento de caída de su cabeza - que hubiera admirado Marcel Marceau. Estoy sonriendo mientras ya veo el quiosco, ya me invade un olor insoportable o agradable, depende, de torta frita, churro, empanada, anticipando el placer de la sorpresa... ¿cómo estará Pablo ahora? Pablo no está. A la hora de los locos, Pablo no está. | |