La recesión incipiente en Estados Unidos desatada por los problemas financieros del mercado inmobiliario, la desaceleración llamativa de la economía de la Unión Europea y el riesgo de que las medidas tomadas a fin de estimular el crecimiento den pie a una marejada inflacionaria no son los únicos problemas que preocupan a instituciones como el FMI y el Banco Mundial. Aun más grave, en opinión de sus funcionarios más destacados, es el aumento repentino del precio de los alimentos que se siente en docenas de países, en especial en aquellos en que el grueso de la población subsiste con menos de dos dólares diarios. Acaba de señalar el director del Banco Mundial, Robert Zoellick, que desde diciembre del 2006 el costo de la canasta que se usa para calcularlo subió nada menos que el 48%, en apenas dos meses el precio del arroz aumentó un 75% y en el transcurso del año pasado el del trigo aumentó el 120%. Como resultado, el mundo se ve frente a una gran crisis alimenticia que ya ha provocado disturbios en México, Egipto, Haití, Yemen, India y otros países pobres, pero que también están golpeando con dureza a los sectores de menores ingresos en aquellos ricos como Francia e Italia. Con cierto optimismo, los economistas del Banco Mundial prevén que la crisis durará hasta el 2015, después del cual, vaticinan, los precios de los alimentos básicos se estabilizarán al nivel que tenían en el 2004, porque mejorará la productividad y se ampliará la superficie cultivada, pero no hay garantía alguna de que esto ocurra, ya que una consecuencia perversa del aumento generalizado de los precios de los alimentos es que los gobiernos de algunos países productores, entre ellos el nuestro, están limitando las exportaciones en un esfuerzo por proteger a los consumidores locales de las vicisitudes del mercado internacional.
Tal reacción inicial puede entenderse. De aumentar aquí los precios de los alimentos tanto como en los países más perjudicados, millones de personas se depauperarían de golpe y las protestas resultantes serían inmanejables. Pero el gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner cometería un error estratégico muy grande si creyera que las medidas defensivas del tipo que se han tomado beneficiarían al país y por lo tanto deberían mantenerse. Para la Argentina, la crisis alimenticia internacional plantea una oportunidad acaso irrepetible para continuar creciendo a un ritmo respetable, pero para aprovecharla sus líderes políticos tendrían que entender que el aumento al parecer permanente de los precios de los bienes agrícolas los obliga a abandonar viejos prejuicios y aceptar el protagonismo del agro. Por cierto, el tradicional esquema populista según el cual le corresponde al campo subsidiar la industria, porque sólo las fábricas nacionales podrán asegurarnos un futuro próspero, parece más anticuado que nunca. Bien que mal, hasta nuevo aviso, el sector económico más prometedor será el conformado por la agricultura y las muchas actividades industriales relacionadas con ella, de modo que en un "proyecto nacional" realista fomentar su desarrollo sería prioritario.
Así las cosas, al gobierno le será forzoso encontrar el modo de "eliminar todos los obstáculos al incremento de la oferta", para citar al mandamás del FMI, Dominique Strauss-Kahn, sin por eso dejar de subsidiar el consumo de las muchas personas de ingresos bajos que no están en condiciones de pagar los precios que fijaría el mercado libre mediante una reforma del sistema impositivo o el reparto automático de tickets para la compra de alimentos imprescindibles. En vista de la ineficacia notoria de casi todas nuestras instituciones, lograrlo no sería del todo fácil, pero la alternativa de desalentar al campo confiscando buena parte de sus ganancias significaría privar al país de lo que en buena lógica debería ser una fuente cada vez más abundante de ingresos, una que, por lo demás, podría contribuir a crear una multitud de empleos no sólo en las ciudades superpobladas sino también en un sinfín de pueblos del interior. No sólo es cuestión de fomentar las actividades netamente agropecuarias, sino también de hacer lo posible para que empresas nacionales se encarguen de elaborar los productos del campo de modo que el valor agregado quede en el país.