Domingo 13 de Abril de 2008 Edicion impresa pag. 46 > Cultura y Espectaculos
LA PEÑA: Miedos terrenales

Los miedos tienen tantas explicaciones desde el conocimiento y desde las ciencias que siempre hay un modo de justificarlos. Pero no tienen tanto respaldo cuando se trata de lo real, sobre todo cuando uno es chico y de verdad le teme a algo o a alguien real, de los que ve a diario en la calle.

Y a veces son tan insólitos que como tales parecen increíbles, pero quién no tuvo miedo de chico a cuestiones menores.

Para nosotros, y digo nosotros porque incluía hermano y amigos, ir al peluquero era un miedo relativo, una especie de miedito porque nuestro hombre de cabecera tenía tijeras sin afilar y una maquinita muy antigua para las patillas que creo no cortaba el pelo, sino que lo arrancaba de raíz. Cada vez que íbamos a Coronel, así era su apellido, era garantía de sufrimiento y además de salir casi completamente pelados, no había para él término medio. Y ni hablar si le decíamos que no nos cortara tanto. "Para ir a la escuela hay que ir presentables" era una de las pocas cosas cosas que decía, además del clásico "quedate quieto".

Y salíamos de ahí con el pelo cortísimo, además de llenos de talco.

Pero lo que sí nos generaba temor o casi pánico era ir al dentista, a la dentista mejor dicho. Como era conocida de la familia los métodos eran menos delicados que los que utilizaba para cualquier otro paciente.

El escenario era el hospital público, allí íbamos a caer a las manos de Teresa, la odontóloga que ante el primer quejido nos respondía "no seas maricón" y seguía. Claro, esto ocurría unos 25 ó 30 años atrás, cuando los elementos eran bastante más rudimentarios que ahora, aunque básicamente esos miedos perduran. Era un verdadero calvario ir a su consultorio.

Y quién no le tiene miedo al dentista hoy en día, la gran mayoría lo deja para último momento, hasta que tiene dolor y cuando las soluciones generalmente son más complejas.

Un amigo dice que sus grandes miedos son dos, los dentistas y los abogados.

Lo cierto es que nuestra infancia, y seguramente la de muchos, transcurrió en medio de estos miedos terrenales, pero también en medio de alegrías inmensas.

Ni hablar de las comparsas que salían en tiempos de carnaval. En el grupo de gente había dos hombres disfrazados de diablos, con la cara negra, con trajes negro y rojo y negro y amarillo, con la cola clásica de un buen diablo, cuernos y un amenazante tridente. Bailaban al ritmo de la típica música de las comparsas y al final del baile pasaban el sombrero para reunir unos pesos. Y elegían al azar alguien con pinta de tener unos pesos en el bolsillo, lo rodeaban y le cantaban a modo de distinción, pero la propina debía ser lo suficientemente buena como para satisfacer sus expectativas.

Mientras la comparsa cantaba y bailaba con miles de espejitos de colores y trajes impactantes, todo estaba bien, pero cuando hacían un alto para que los diablos se luzcan, todos salíamos corriendo del temor que nos daba. Miedos pequeños o grandes, pero reales, que forman parte de vivencias que quedan instaladas para siempre. Y son de esos miedos por los que uno jamás fue ni iría al psicólogo a consultar.

Miedos grandes o chicos, pero que nos hacían temblar y que hoy a la distancia parecen apenas una tontería de chicos.

 

JORGE VERGARA

jvergara@rionegro.com.ar

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