Hoy en día los Juegos Olímpicos, como el Mundial de fútbol, tienen menos que ver con el deporte que con el dinero y la política, de ahí la voluntad de distintos gobiernos nacionales, respaldados por poderosos intereses económicos, de invertir en ellos miles de millones de dólares. El régimen comunista chino festejó la elección de Beijing como la sede de los Juegos del 2008 porque creía que le brindaría una oportunidad excelente para que su país asombrara al resto del mundo con su pujanza económica, con la renovación de una capital que se ha llenado de edificios imponentes y con sus tesoros culturales. Lo que no previó era que, al convertirse en el centro de la atención internacional, la prensa occidental se manifestaría mucho más impresionada por la ferocidad con la que las autoridades chinas suelen reprimir cualquier síntoma de disenso o que los independentistas tibetanos también aprovecharían la proximidad de los Juegos Olímpicos para publicitar su causa.
A esta altura se habrá dado cuenta de las dimensiones de su error. Todavía quedan cuatro meses antes de que se pongan en marcha las competencias deportivas, pero merced a la decisión de hacer del recorrido de la antorcha olímpica un auténtico acontecimiento mundial, ya se han celebrado manifestaciones antichinas violentas en Atenas, Londres y París -donde por orden policial se extinguió la llama-, y a buen seguro habrá otras en Buenos Aires, Canberra y otras ciudades que figuran en el recorrido. Si bien el régimen ha impedido la difusión de imágenes de las protestas en China misma, no puede sino sentirse sumamente preocupado por lo que está ocurriendo. Hasta hace muy poco, le fue posible confiar en que el deseo generalizado de comerciar con un país gigantesco que, según parece está destinado a erigirse pronto en una superpotencia económica, sería más que suficiente como para librarlo de la necesidad de defender su negativa a respetar lo que en otras latitudes se consideran derechos inviolables pero, mal que le pese, en adelante tendrá que acostumbrarse a ser el blanco de críticas virulentas.
Cuando de los derechos humanos se trata, suele aplicarse un doble rasero. Mientras que cualquier abuso perpetrado por un país avanzado será denunciado con vehemencia por los activistas, los cometidos por los considerados atrasados se verán imputados tácitamente a su condición desafortunada, cuando no a alguno que otro crimen occidental. Hasta ahora el régimen chino se ha visto beneficiado por este privilegio dudoso, pero a raíz de su notable progreso económico y la conciencia de que andando el tiempo podría resultar ser una superpotencia genuina, son cada vez más los dispuestos a exigirle respetar las mismas pautas que reivindican Estados Unidos y los integrantes de la Unión Europea. En el pasado reciente, los jerarcas chinos no se sentían constreñidos a preocuparse por su imagen, pero, como hizo evidente su voluntad de organizar los Juegos Olímpicos y por lo tanto invitar a decenas de miles de periodistas, funcionarios y, desde luego, atletas del resto del mundo a visitarlo, la evolución de la reputación internacional de su país se ha convertido en un asunto prioritario.
Así las cosas, el Partido Comunista chino se ve frente a un dilema. Si acepta que el crecimiento económico que legitima su monopolio del poder político depende de su participación plena en un sistema internacional globalizado, tendrá que permitir a sus ciudadanos un grado cada vez mayor de libertad, lo que entrañaría el peligro de que tarde o temprano se produjera una convulsión que los obligara a intentar adoptar un sistema más pluralista. En cambio, si opta por asumir una postura nacionalista, insistiendo en que los valores occidentales -es decir, la prohibición de la tortura, las detenciones arbitrarias y la necesidad de asegurar la libertad de expresión, etc.- son ajenos a China y que a los demás les corresponde respetar las supuestas particularidades culturales que hacen que los más de mil millones de chinos prefieran vivir bajo una dictadura a arriesgarse entregándose a la anarquía democrática, tal actitud desafiante podría incidir decisivamente en sus relaciones con otros países, lo que provocaría dificultades económicas por ser cuestión de un "modelo" que depende en buena medida de la colaboración extranjera.