l presidente francés Nicolas Sarkozy militó durante muchos años en el mismo movimiento político que su antecesor, Jacques Chirac, y representó el oficialismo en las elecciones de hace casi un año, pero tales detalles no le impidieron darle la espalda de forma muy poco cortés a quien había sido su apadrinador. En el Reino Unido, el primer ministro laborista George Brown jura no tener nada en común con Tony Blair, a quien reemplazó luego de servirle diez años como ministro de Economía. Y en Estados Unidos, el candidato presidencial republicano John McCain se esfuerza por diferenciarse de su correligionario, George W. Bush, por entender que no le convendría del todo que el electorado lo tomara por un paladín del continuismo.

Cuando de adaptarse a nuevas circunstancias se trata, los políticos de las grandes democracias suelen ser despiadados. Si a su juicio ha llegado la hora de promover cambios porque así lo pide la gente, no titubean en embestir contra quienes hasta hace poco fueron sus jefes. Tienen que hacerlo, ya que para un político profesional no hay nada peor que brindar la impresión de estar atrapado en el pasado.

Por motivos patentes, a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner le ha resultado muy difícil alejarse, aunque fuera sólo un poquitito, de su antecesor, el ahora ex presidente Néstor Kirchner. Por lo demás, hace apenas un año a ninguno de los dos se le ocurrió que sería de su interés intentarlo. En aquel entonces nadie dudó de que, en el caso de postularse, Néstor Kirchner resultaría reelegido por un margen muy respetable, de suerte que a ambos les pareció lógico que Cristina se comprometiera a seguir con la obra que su marido había comenzado. Asimismo, la pareja podía confiar en que la segunda parte de su mandato conjunto sería mucho más sencilla que la primera, ya que la presidenta recibiría una economía que crecía a un ritmo vertiginoso y contaría con el apoyo no sólo del grueso del peronismo sino también de una hueste abigarrada de izquierdistas, vecinalistas y radicales K, mientras que la oposición continuaría siendo meramente testimonial.

Desgraciadamente para Cristina, tanto optimismo no se justificaba. No sólo le ha tocado gobernar en un momento en que la economía internacional parece destinada a experimentar tormentas destructivas, sino también está cambiando el clima político interno. Ya antes de las elecciones del año pasado hubo señales de que la sociedad estaba despertándose de la modorra en la que cayó cuando la economía se desmoronaba y se hablaba de una eventual disolución nacional. Además, se cansaba del urticante estilo del presidente que, después de vapulear a los malos de siempre, se sentía obligado a agregar nuevos nombres a su lista negra de enemigos infames del pueblo. Acaso fue por eso que Néstor decidió prestarle por cuatro años el sillón de Rivadavia a Cristina: habrá pensado que luego de un período de machismo presidencial al país le vendría bien uno en que sería gobernado por una mujer dueña de las entrañables virtudes presuntamente femeninas. Con todo, el que la campaña electoral de la candidata fuera planeada con el propósito indisimulado de limitar lo más posible sus apariciones públicas por miedo a que la gente la encontrara demasiado vehemente, hace sospechar que el círculo áulico kirchnerista sabía muy bien que el carácter de la futura presidenta podría ocasionarle muchos problemas.

No se equivocaban quienes dijeron que sería mejor que la primera dama hiciera campaña en el exterior, visitando el país sólo para dar algunos discursos de tono académico en los que hablara de la necesidad de reparar las instituciones, de su pasión por los derechos humanos, de la equidad y otros temas igualmente conmovedores. De haber pronunciado Cristina en el transcurso de su campaña proselitista arengas similares a la serie con la que procuró intimidar a los chacareros y a sus simpatizantes coyunturales de la Capital Federal, acusándolos de golpistas que en verdad protestaban contra la política oficial de derechos humanos, los resultados electorales podrían haber sido muy distintos. Sin el apoyo que recibió en los distritos rurales, no le hubiera sido posible compensar por las derrotas que sufrió en los centros urbanos principales. Parecería que cuanto más la ciudadanía se familiariza con ella, menos son los que la quieren. Conforme a las encuestas de opinión, sus índices de popularidad se han desplomado hasta tal extremo que según algunos están por debajo de los treinta puntos, un nivel que sería considerado desastroso en cualquier democracia.

Para los Kirchner, reconciliarse con los muchos que se las han arreglado para indignar, a partir del inicio de la gestión de Cristina, ha de ser una prioridad. No les será nada fácil. Su forma de gobernar es por naturaleza agresiva. Son de los que creen que lo cortés quita lo valiente, que ceder es siempre un síntoma de debilidad, que quienes no les rinden homenaje son enemigos que les es forzoso humillar. Por temperamento y por entender que lo que quería la mayoría era un mandatario que compartía su voluntad de desquitarse de los presuntos responsables de la debacle económica, social y política del verano del 2001 y 2002, Néstor logró construir un gran aparato de poder a base del rencor. Cristina quisiera por lo menos conservarlo aplicando la misma fórmula que, al fin y al cabo, le parece la única digna de una persona de su estatus, pero sus esfuerzos en tal sentido han resultado ser terriblemente contraproducentes. Lo que funcionó para Néstor no resulta para ella.

Así las cosas, Cristina se encuentra ante un dilema. Si prefiere ser recordada como una presidenta aceptable que logra impulsar mejoras institucionales, corregir algunas distorsiones económicas y mantener tranquila a la población en una etapa agitada, a protagonizar lo que sólo una minoría exigua tomaría por una especie de epopeya principista que concluyera de manera poco feliz en la que despilfarrara su capital político combatiendo fantasmas que ella califica de derechistas, tendrá que cambiar drásticamente su estilo. De lo contrario, el kirchnerismo terminará como la rama política del movimiento minúsculo capitaneado por Luis D'Elía. ¿Cuál de las dos alternativas le atrae más? A juzgar por su retórica reciente, es la segunda, pero puesto que los únicos que quieren una suerte de guerra santa contra el país que efectivamente existe son los Kirchner y sus laderos más belicosos, aún tiene tiempo para rectificarse.

JAMES NEILSON