Alguien dijo que la democracia es el peor sistema de gobierno que existe, con la excepción de todos los demás. Habría que ver, entonces, qué es eso de la democracia.
Por de pronto, la propaganda política a la que estamos sometidos, aunque no diga su nombre, nos quiere hacer creer que democracia y capitalismo son casi lo mismo. Con esa consigna, los EE. UU. quieren importar la democracia en Irak, cuando -sin defender a la tiranía de Saddam- debemos constatar que Irak está en ruinas y los iraquíes quisieran que los yanquis se fueran para masacrarse mejor entre ellos. Es evidente que hubo elecciones en Irak, pero la legitimidad del gobierno es muy relativa y faltan capitalistas locales para hacer un capitalismo; por lo tanto, ellos vendrán de afuera: sus nombres son Halliburton, etc. y asegurarán petróleo para los EE. UU. para eventualmente reemplazar a Venezuela.
La falsedad de la afirmación que identifica democracia con capitalismo es fácil de ver por doquier: por de pronto, hay docenas de países capitalistas que no son democráticos en ningún sentido del término. China es un ejemplo muy conocido, y las dictaduras latinoamericanas -que por ahora no tienen buena prensa, pero nunca se sabe- son otro buen ejemplo. El caso contrario -democracia sin capitalismo- sería un verdadero socialismo, que aún nunca existió, pero que está en los libros; me niego a llamar socialismo lo que lleva ese nombre en las diversas variantes de la socialdemocracia al estilo PSOE o SPD, ya que ésas son formas de civilizar un poco el capitalismo en su forma más explotadora y salvaje como el que es ejecutado por el Partido Comunista en China.
Veamos primero, qué significa, ahora, el capitalismo: como siempre, es la propiedad privada de los medios de producción, pero las modalidades han cambiado con la globalización. El objetivo fundamental de la explotación de esos medios de producción es el dinero, aunque nos quieran hacer creer que son los bienes y servicios que todos requerimos: éstos son meros productos secundarios.
Un capitalista aspira a tener más dinero y en su versión actual, en la que la vieja imagen del plutócrata panzón fumando un puro ya carece por completo de validez, a los administradores -que son empleados superremunerados que se mantienen en su puesto procurando dividendos a los accionistas- y a los banqueros que manejan las finanzas les importa poco si lo logran comprando una petrolera en la Argentina o una línea aérea en Kuwait. Total, no entienden nada, ni de petróleo ni de aviones, ni mucho menos de ecología; para eso están los empleados y técnicos y los especialistas en falsear la realidad si eso resulta necesario para aumentar las ganancias. Ellos sólo entienden de dinero. El capitalista odia el sindicalismo y, si no puede impedirlo, lo compra. Ésa, para él, es una fructífera inversión. Una inversión mucho más fructífera que el cuidado del medio ambiente, por ejemplo; de todos modos, los daños ambientales no los paga el capitalista, sino que recaen sobre la comunidad en su conjunto. En cambio, comprar el sindicalismo es tan útil como la manipulación de la opinión de la gente a través de los medios de difusión.
Ahora bien, no procuramos negar que el capitalismo con todos sus defectos ha sido el sistema de propiedad más eficaz que existe para el desarrollo de lo que Carlos Marx -a quien ahora se puede nombrar nuevamente porque ha dejado de ser un peligro- llamaba las "fuerzas productivas". Nos ha sacado del estancamiento medieval, pero nos ha metido en una vorágine de la cual es probable que salgamos mediante alguna especie de catástrofe en escala global. Eso se debe a que una cualidad intrínseca del capitalismo es que no puede dejar de crecer: si se detiene, se derrumba. Por eso le debemos maravillas como los teléfonos celulares o los trasplantes cardíacos. Pero también el narcotráfico y la industria de armamentos, los dos negocios más lucrativos que existen en la actualidad.
Con la fabricación de los productos en los países menos desarrollados, donde los costos son menores, se evita el desempleo masivo mediante la industria armamentista. Por supuesto, ese tipo de datos no se divulga, pero según algunas fuentes, en los Estados Unidos, la industria militar ocupa el 35% de la población económicamente activa: el estallido de la paz significaría el derrumbe de la economía estadounidense.
En cambio no se ha cumplido en absoluto la previsión de Adam Smith, uno de los primeros teóricos del capitalismo, aquel que inventó la "mano invisible del mercado" y que creía que de la suma de los egoísmos personales de todos los humanos saldría el bien común. Francis Bacon, un poco antes pero en la misma línea, opinaba distinto: los humanos conseguirían la inspiración divina para no hacer macanas con el poder que la ciencia y la tecnología ponían en sus manos. Es evidente que esa inspiración divina está muy lejos. Sin embargo, la prédica a los pobres nos sigue llegando desde Davos y Chicago.
No se puede negar que, como decía un poeta del siglo de oro español, "poderoso caballero es don dinero". Más que caballero, es el único dios verdadero de nuestra época. Hemos alcanzado, por fin, el monoteísmo absoluto.
La democracia, en cambio, se refiere a la política -que también se puede comprar- y ése es uno de los comercios en los que se ocupa el clientelismo. En un régimen democrático, los ciudadanos tienen la facultad de votar cada tanto por unos señores/as que se denominan sus representantes. La designación de esos señores es un tanto misteriosa: hay unas instituciones presuntamente muy importantes que se llaman "partidos políticos" y que designan a los candidatos por métodos nunca muy transparentes -por lo menos, entre nosotros. Todos los votos valen lo mismo: es una relación puramente cuantitativa: el que tiene más votos, gana el derecho de representarnos en los más diversos niveles, ejecutivos, legislativos, municipales, provinciales o nacionales. Nuestra Constitución dice -a pesar de que "democracia" etimológicamente significa "gobierno del pueblo"- que no gobernamos más que a través de esos representantes. O sea que, una vez electos por un período de varios años (con o sin reelección, por una vez o indefinidamente) pueden hacer lo que quieran: constituyen una especie de aristocracia temporal a quienes sólo se los puede castigar negándoles la reelección. Ser representante o "político" se ha degenerado hasta ser una profesión. La principal materia a estudiar para lograr pertenecer a esa profesión es el arte de hacerse elegir. Luego, el sistema provee que, con o sin reelección, el político pertenece a la oligarquía de los políticos, casi siempre por toda la vida. Y es notable que para pertenecer a esa oligarquía no hace falta tener conocimiento alguno, nadie le pide que sepa gobernar. Para eso están los asesores, que generalmente son amigos, aunque no tengan muchos conocimientos.
En la relación entre los votantes y sus representantes es donde aparece por primera vez el clientelismo. Esta relación clientelar puede ser más o menos burda. Si el electorado es muy poco educado, o muy pobre, basta con una dádiva: tu voto por un colchón, un electrodoméstico o un plan "Jefes o Jefas". Tu asistencia a un acto partidario por un choripán. Esto, por supuesto, encarece enormemente las campañas, que suelen pagarse de manera siempre poco transparente.
En cambio, si se trata de comprar a personeros mejor ubicados en la escala social, como por ejemplo un senador, hay que pagar más y proceder apenas con un poco más de disimulo. En ese caso, el clientelismo se llama corrupción o tráfico de influencias, pero en el fondo es lo mismo. Así se consigue hacer aprobar leyes o cajonearlas, ganar licitaciones, obtener información reservada, etc.
No es que el clientelismo sea un fenómeno nuevo: constituye un simple intercambio de favores. Ya en la Edad Media, los siervos eran protegidos por los señores contra los bandoleros o la soldadesca enemiga, a cambio de la mayor parte de su cosecha. Pero en esa época, las cosas eran más claras. Nadie hablaba de democracia ni de igualdad de derechos.
Uno de los problemas más graves del clientelismo es que resulta una situación estable. El puntero o como se lo quiera llamar sólo puede hacer su negocio si el cliente no progresa socialmente. Por lo tanto la democracia misma se frustra, porque un partido que quiera corregir los defectos y las injusticias del sistema vigente, no tiene casi posibilidades de ganar una elección contra una estructura clientelar que goza de la inmerecida lealtad de sus clientes. Lo mismo pasa con un proveedor del Estado que se niegue por razones morales a pagar la coima que se le requiere para hacer avanzar cualquier trámite, so pena de "cajoneo".
En el 2001 se popularizó la consigna "que se vayan todos". No se fueron, pero si se hubieran ido, habrían sido otros parecidos, porque lo que está enfermo es el sistema.
Las asambleas populares como la de Esquel, Gualeguaychú o Bajo de la Alumbrera parecen ser una novedad interesante, pero no hay garantías de que no sean cooptadas y que miren hacia el lado equivocado. Pero seamos optimistas: le gente, lentamente, aprende a no dejarse manipular más.
TOMÁS BUCH (Tecnólogo generalista)
Especial para "Río Negro"